: Mis asuntos favoritos

Nombre*:Alfonso
Género*:Romántico
Título*:Mis asuntos favoritos
Cuento:
Aquel atardecer, Miguelín traspasó la puerta de roble con una carrera tres veces más intensa que sus palabras. Papá…papá… tengo una pregunta para ti. Apenas pudo contenerse a escasos centímetros de la mecedora de mimbre.
Demetrio abrió los brazos y trató de empujar hacia atrás la mecedora.
Miguelín respiró hasta que el abdomen apenas infló la franela blanca. Es de béisbol. Demetrio entornó los ojos…Miguelin por lo general tenía preferencias por otros deportes, decía que el béisbol solo le gustaba para practicarlo.
El profesor de educación física nos dijo que a quién respondiera esa pregunta le premiaría con un yogurt de guanábana.
Demetrio abrió las manos y encogió los hombros.
Miguelín miró hacia el techo. ¿En la liga de béisbol venezolana han jugado peloteros en una misma temporada y luego fueron novatos del año en Grandes Ligas?
Demetrio se pasó los dedos por la coronilla. ¡Caramba, caramba! Ese profesor tuyo se las trae. Bueno si haces la tarea completa antes de las 8 de la noche, hablamos de esos peloteros.
Miguelín arrugó la boca y bajó el rostro. A los treinta segundos saltó. ¡Está bien! Pero me tienes que echar el cuento completo.

Pero papá, ¡ya hice la tarea! ¿porqué no me cuentas de los dos novatos?
Demetrio iba del rostro pícaro de Miguelín a los nubarrones en las mejillas de Roberta. Podía asegurar con precisión microscópica que la tarea, apenas si la había comenzado. La mano derecha sobre la cintura de Roberta, indicaba que Miguelín de nuevo había dejado la toalla enmarañada en el laberinto de las sábanas y las sandalias ocupaban rincones antípodas en el cuarto.
Demetrio intentaba diseñar otra estrategia para conversar con Miguelín sin llegar hasta una disputa de poder. Sabía que el autoritarismo haría esconder la mirada y las manos de Miguelín.
La noche anterior pasó mucho más tiempo inventando tonos de voz que perforaran aquellos hombros encorvados y levantaran el rostro triste del abismo de su esternón ¿Te gusta el béisbol?
Miguelín giró la barbilla desde un hombro hasta el otro.
Entonces ¿por qué te interesa tanto esa pregunta? El yogurt lo puedes conseguir si ordenas tus juguetes.
Miguelín abrió las manos. Extendió las piernas bajo la mesa. Quiero saber quienes eran esos novatos. El profesor está seguro de que nadie contestará esa pregunta. Lo quiero sorprender papá ¿Seguro que sabes lo que son?
Demetrio apretó los labios. Se dice quienes son Miguelín ¿Seguro que sabes quienes son?
Apenas leía la pregunta sobre que eran números ordinales y cardinales. Y seguía las primeras líneas del párrafo al cual debía identificar la idea principal. Apretaba los labios, soltaba el lápiz. Preguntaba si Demetrio no había jugado de niño, si había corrido a reunirse con sus amigos.
Demetrio sonreía. Tu abuelo era muy estricto. Cuando terminaba las tareas escolares me daba una brocha y un pote de pintura o me hacía varias preguntas de la tarea. Si me equivocaba en alguna, me quitaba minutos de mi tiempo de juego y si me ponía a reclamar, el tiempo se reducía más. Lo miraba así como me ves ahora, con ácido en los ojos. Sólo mucho tiempo después entendí aquella dureza, aquella mirada incandescente. Cuando quise agradecerle siempre cambiaba la conversación.
Miguelín rebotó la pelota sobre la pared. ¡Pero mi abuelo siempre juega conmigo. Así tenga pendiente la tarea!
¡Abuelos, abuelos, si sólo los hubieses visto cuando eran padres!

La carrera traía vahos de cuadernos y borrador de lápiz. Miguelín frenó a un costado de la jardinera. ¿Qué es un camarero? ¿Qué es un jardinero central?
Demetrio soltó el taladro. El orificio de la pared aún requería más profundidad.
El profesor nos dijo que uno de los novatos era camarero y el otro jardinero central. Miguelín se desplazó hasta el descanso de la escalera.
Demetrio sopló el polvo del orificio y deslizó el ramplún. ¡Caramba hijo, ese profesor se está poniendo exquisito!
¿Qué es eso de exquisito?
Demetrio dio dos martillazos sobre el ramplún. Se está metiendo en la jerga íntima del béisbol.
Papá háblame claro. Miguelín haló una silla y soltó el morral en el espaldar.
Notaba en Demetrio la misma expresión facial de aquel atardecer de naranjas quemadas entre las nubes cobalto de una esquina atmosférica. Las venas brotaban en las manos. El rostro del cliente competía con los naranjales del horizonte. Había encargado una pintura de calles inundadas de basura y Demetrio dejó una esquina inmaculada. Aquello rompía todo el ambiente que deseaba en el cuadro. Así pensarían que el pueblo empezaba a cambiar y no era así. Esa mañana se había tropezado con un manganzón que sacó su perro a pasear y dejó con la mayor naturalidad tres pedazos de excremento en medio de la acera.
Miguelín miraba a través de la ranura de la puerta.
Gruesos hilos de sudor ardían en los ojos de Demetrio. Se notaba un tropel de burbujas en su garganta. Lo único que mostraba era una sonrisa pálida centrifugada en el reflujo de su barbilla.
Hubiese querido entrar en la oficina para plantarse frente a aquel toro. Quería revolcarle la mirada y decirle que respetara a Demetrio. Al recordar la mirada ígnea más los regaños explosivos a puerta cerrada en su estudio de cajas de luz y mesas gigantescas, se le atascaban los zapatos de goma en la llanura de granito.
Tampoco en su profesión de arquitecto Demetrio articulaba siquiera monosílabos ante las más irrespetuosas reclamaciones. Cuando Roberta observaba que debía defenderse, Demetrio se sumergía con la mejor de sus escafandras en el mar de trazos azules que tenían los planos.
¿Por qué papá es tan duro conmigo y con esos tipos que son sus clientes se queda como un espantapájaros?

Epa Miguelín ¿Qué ocurre? Pásame el cuadro. Solo colgándolo aquí podré observar los contrastes.
Había algo en el lienzo que casi hizo que se le resbalara al piso.
¡Ve a ver! He invertido varias horas de mi tiempo libre y muchos encuentros desagradables para que ahora todo termine en jirones y pedazos de dibujo.
¿Quieres saber lo que es un camarero? Demetrio tomó el cuadro y lo colgó en la pared.
Miguelín tenía los ojos cosidos al lienzo, la misma calle del otro cuadro, esta vez lucía inmaculada y en una esquina había dos cáscaras de cambur. ¿Qué es eso papá? Es lo contrario de lo que te encargó el cliente que te regañó.
Demetrio soltó la paleta para agregar un poco más de rojo a la mezcla del matiz para el cambur. Se remangó la manga corta de su camisa mandarina verdosa y respiró hasta que desapareció el abdomen. A veces hay que cambiar de perspectiva para entender las particularidades del terreno que se pisa. Aunque no lo creas, observar la situación desde la acera de enfrente te puede dar esa visión, esa capacidad de manejar los engranajes que te hagan alcanzar acuerdos.
No pongas esa cara. No significa claudicar o arrodillarse. Hay una condición del ser humano; si, sé que es poco practicada, que deja espacios para la convivencia de pareceres por opuestos que parezcan.
Ya sé que esos temas son un poco abstractos para ti. Para ser más gráfico, hay algo que se llama jazz latino. De seguro cada vez que le preguntaron a Tito Puente si fue fácil mezclar las dos corrientes, entornaba las cejas y sonreía.
Miguelín miraba como el cilindro pastoso de rojo escarlata brotaba del tubo metálico. Papá, ¿te acuerdas que tienes que explicarme lo que es un camarero?
Demetrio dio dos palmadas en su frente y levantó la paleta. Disculpa hijo, es que esto de la pintura y la arquitectura, me acorrala.
¿Has visto como actúa un camarero en un restaurant? Sobre todo cuando lleva una bandeja repleta de vasos y platos. Si lo llaman de cualquier mesa voltea, atiende peticiones y regresa a su camino sin que se mueva nada en la bandeja ¿Cierto?
Miguelín abrió los ojos.
Demetrio marcaba los contrastes de amarillo sobre las cáscaras de cambur con la yema del índice.
¿Qué tiene que ver eso con un segunda base?
Demetrio despegó el índice del lienzo. Imagina que hay un corredor en primera base y batean un roletazo al shortstop. ¿Sí?
Miguelín se alejó dos pasos del atril.
El campocorto agarra la pelota y la pasa al segunda base, este la recibe, pisa la base y se sale (antes giraba en el aire cual astronauta), voltea hacia primera base y lanza a la vez. ¿Se te parece a lo que hace el camarero en el restaurant?
Papá, pero eso también lo hace el shortstop cuando batean por segunda base.
Si hijo, pero el shortstop tiene la jugada de frente, no tiene que voltear hacia primera base.
Lo miraba con deseos de preguntarle de donde sacaba tantas explicaciones. Como había aprendido tantas cosas simples, ordinarias. Disfrutaba mucho cuando sorprendía a Demetrio en el ritual de la albahaca. Era la única forma de sacarle algo porque no le gustaba hablar de eso. Parecía que fuese un secreto sellado.
Si quieres saber porque espero el momento más insospechado para cortar los mazos de albahaca, vas a tener que leer mucho y a ti no te gusta leer. Le decía Demetrio.
Miguelín metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón de tacos beige esparcidos en el blue jean. Silbó entredientes. Sabía como notaban las papilas la ausencia de albahaca en la salsa de tomate. Representaba un toque mínimo pero definitivo. Podía trasegar los los macarrones o caracolitos, quizás experimentaría la satisfacción de saciar el hambre. Aquel punto de inflexión en medio de la lengua que disparaba todos los ícaros en el atardecer de púrpura y naranja, disolvía cualquier dureza cotidiana que hubiera acechado en la mañana o en la tarde.
Tendrás que buscar en un diccionario y en una enciclopedia botánica, el orígen y la clasificación de su especie. El tipo de suelo requerido y las condiciones ambientales. Después tendrás que buscar una poesía de Andrés Eloy Blanco. "Coloquio bajo el olivo".
Miguelín pegó dos bloques de lego para completar la avioneta. ¿Qué tiene que ver la poesía con la albahaca? Papá, todavía no me has dicho que es un jardinero central.
Y te vas a quedar esperando, hasta que digas que son números cardinales y ordinales. El tono de Demetrio competía con la brutalidad del reggaeton que vibraba sobre las láminas de cinc del vecindario.
Miguelín levantaba los hombros y desplazaba los pies en semicírculo.
Roberta cerró la ventana e intentó hablar.
La única respuesta de Miguelín fue bocetear dos índices internados en los tímpanos.
Ese ruido mata miles de neuronas por minuto. Reclamaba Roberta.
Miguelín agachó la cara sobre la mesa. Una música misteriosa flotaba en la sala. ¿Qué es esa cosa papá?
Demetrio soltó la caja del disco compacto sobre la corneta. Es Franz Liszt, un compositor húngaro, gran pianista y profesor. De los más prominentes del siglo XIX.
Dos minutos impregnaron de sosiego las moléculas del aire en la sala. Miguelín inspiró, tocó en el hombro a Demetrio. Papá, esa música me hizo recordar un juego de pelota en la escuela. Quedé en el mismo equipo con el niño que siempre se burla de mí. A la primera oportunidad le metí el pie y si no es por el maestro, se hubiera golpeado muy duro en la cara. El maestro se sentó a mi lado y pasó como cinco minutos diciéndome que la violencia es un remolino que arrasa con todo. La rabia me impedía percibir la punta de mis manos. Mi vista se encajaba en la frente del niño. Más adelante en el juego, el maestro trajo a relevar al niño desde el right field. Los primeros envíos rebotaron en el "home" y me pegaron en el cuello. El maestro salió muy bravo. ¿Qué pasa contigo Demóstenes? Esto es un equipo de varias personas compartiendo un objetivo de superación en armonía.
Su nombre me hizo sonreír. Luego me explicaste que Demóstenes fue un gran orador griego de los tiempos de antes de Cristo. El bateador se embasó por boleto. El siguiente bateador largó un tequichazo al rincón de los músicos. El corredor de primera anotó. Cuando vi que el otro corredor pasó por segunda base, sospeché que podía ser jonrón dentro del campo. Avancé dos pasos hacia tercera base. Cuando vi que el right fielder le lanzó la pelota al segunda base grité, "Demóstenes, corre hacia el home". Al ver que el tiro de relevo sobraba al antesalista, corrí y me lancé de cabeza. Agarré la pelota en la malla de la mascota. Le lancé la pelota a Demóstenes. El corredor lo embistió y rodaron en una polvareda. El árbitro revisó el guante y empuñó la mano derecha. Llamé dos veces a Demóstenes. Le di dos cachetadas. Cuando el maestro le puso una pastilla de alcanfor en la naríz y abrió los ojos, mis lágrimas de tristeza fueron de alegría.
Hablé con Demóstenes, lo ayudé a levantarse. Habíamos hecho el out para salvar al equipo. Sentí una paz igual a la de esa música que acabas de poner papá.
Demetrio alborotó los cabellos de Miguelín. Esa fue la música donde se refugió cuando vio a su hijo enterrar la barbilla en la grama cuando se lanzó detrás de tercera base para detener el disparo del segunda base. (La luz azul en la sala de parto le decía que había nacido Miguelín, ese compañero que tomaría su testigo en la maraton de la vida. Tenía que llamarse la atención para evitar los errores de sus padres y aprender a reconocer que también el podía transmutar a ogro. Varias veces había extraviado la paciencia mientras le hacía preguntas del abecedario y los números. Vas a ser un bueno para nada. Se llevó la mano a la boca, la mordió. Allí estaba la imagen autoritaria de sus padres que tanto lo había asustado. La noche cuando su padre lo cargó en el hombro ardiendo en fiebre, aquellos pasos obstinados en la acera del hospital resonaron en su pecho).
Miguelín se levantó sobre la barbilla con el impulso que traía. Demetrio forcejeó con la vigilancia del campo. Le urgía saber de su voz, como se sentía Miguelín. Experimentaba mil ebulliciones en la piel. El fluído vital regresó a sus venas cuando vio a Miguelín levantarse y lanzar la pelota.
En el éxtasis de la música, Miguelín abrió un diccionario.
¿Números cardinales son los que sirven para expresar cantidades? ¿Para contar? Demetrio tarareó a Liszt con la boca cerrada. Asintió con la barbilla. Sentía un ardor en los ojos.
¿Y números ordinales son los que se usan para indicar un orden de llegada o las partes de algo? Miguelín veía el rostro de Demetrio y la página del diccionario.
Señaló una palabra a media página. Papá ¿Por qué vigésimo se escribe con v? Demetrio sacó la cara de la rapsodia. Debe ser porque veinte también empieza con v.
Miguelín siguió a un loro hasta desaparecer en el cobalto infinito. ¿Igual que verada?

La tarde playera punzaba en los ojos. Unos niños remontaban papagayos entre la arena y la espuma. Miguelín corrió hacia la mesa de dominó.
Demetrio exudaba palabras sulfurosas hacia su compañero. Habían perdido casi a zapatero.
Miguelín dio media vuelta y corrió hacia la salida de la casa.
Demetrio se levantó y lo siguió. ¿Qué te ocurre hijo?
Nada. Tú estás bravo.
¿Por qué lloras?
Quiero remontar un papagayo y no he hecho las tareas escolares.
Demetrio aguardó a que dejaran de pasar carros y atravesó la carretera.
Entre cactus y tunas hallaron un yaque. Demetrio cortó varias ramas y les quitó las espinas. De regreso, armaron el octágono en el piso de cemento con las ramas nudosas.
Demetrio apuntó los haces de leña y Miguelín sacó varias hebras del mecatillo. Fijaron los vértices.
Demetrio arrancó un pedazo de la envoltura del casabe y forró el octágono. Agarró dos papas. Las hizo hervir hasta convertirlas en un engrudo con el cual pegó el papel del casabe a las veradas de yaque y también adhirió las papeletas hechas con bolsitas de azúcar en la zona trasera del octágono.
En un descuido de Roberta, Demetrio desprendió dos tiras de un paño de cocina. Las empató y las convirtió en la cola del papagayo.
Medio rostro de Miguelín brillaba, la otra mitad emitía penumbras. No tenemos hilo. Demetrio fue a registrar el baúl del carro.
Miguelín llegó hasta una roca cabizbajo y empezó a observar los cangrejos.
Una voz juvenil como nunca le había escuchado a Demetrio, reventó en el otro extremo de la playa. El papagayo flotaba en la tarde.
Miguelín saltó desde la roca, embaló sobre la arena hasta apretar los hilos verdes. Desde la casa varias personas reclamaban con las hamacas en los brazos.

Otro sonido metálico subió hasta el techo. Demetrio giró el botón del volumen y abrió un tubo sobre la paleta. Sin quitar los ojos del lienzo empezó a mezclar el mostaza con el negro. Cuando el promontorio tomaba forma al lado de las cáscaras de cambur, añadió dos pizcas de rojo.
Miguelín traspasó la puerta con la cara brillante de sudor, lanzó el morral sobre un revistero y desabotonó la chemise escolar. Casi se traga la lengua. Papá ¿porqué haces tantas cosas que no entiendo? ¿Qué es esa música que parece un perro llorando? ¿Porqué estás pintando ese pupú de perro ahí? Yo pensaba que las conchas de cambur eran suficientes.
El solo de saxofón agitaba las cortinas del estudio. Demetrio intentaba seguir el ritmo con un silbido casi imperceptible. Ese es John Coltrane, uno de mis saxofonistas preferidos. Esa canción la escuché por primera vez en la película "The Sound of Music", la música es de Richard Rodgers y la letra de Oscar Hammerstein II. Es de 1959 y ha sido versionada por varios artistas. Me sorprendió mucho encontrar en Internet esta versión de "My favorite things" ejecutada por Coltrane. Le hizo unos arreglos y la convirtió en jazz clásico. El tamborileo de los dedos pasó de la paleta al lienzo y luego a unos pasos de baile entre el atril y el escritorio atiborrado de planos. "Cream colored ponies and crisp apple strudels. Doorbells and sleigh bells and schnitzel with noodles. Wild geese that fly with the moon on their wings. These are a few of my favorite things".
Demetrio cerró los labios y el silbido desapareció. El excremento de perro en la calle inmaculada tiene que ver con una mañana de sol despidiendo al frío. Dos mujeres de llamativos monos y zapatos deportivos aerodinámicos paseaban a un gran danés y un golden retriever. La del golden retriever sacó una bolsa plástica del sweater y recogió los bizcochos que depositó el perro en la acera. La del gran danés, volteó la cara y templó la cuerda una vez que el perro terminó su descarga en la acera. Ni siquiera siete ladridos cortantes, desesperados del gran danés, ante aquella montañita inmutaron el rostro lavado de la mujer.
Demetrio diluyó un poco la mezcla con trementina. Por favor Miguelín, recoge ese morral del revistero. ¿Lo puedes guardar en tu escaparate? ¿Cómo va lo de la adivinanza de los novatos?
Un relumbrón levantó el rostro inclinado del niño. El profesor dio otras pistas. Dijo que el jardinero central jugó con un equipo que llamaban "los milagrosos" y que el camarero ganó seis guantes de oro.
Demetrio afinó el silbido con los movimientos del pincel sobre el matiz del excremento canino. La música de Coltrane elevaba la dinámica del instante.
¿Has visto como son los espacios detrás del infield de un estadio de béisbol?
La expresión ausente de Miguelín le hizo soltar el pincel. Se inclinó hasta el último tramo de una biblioteca de apamate. Sacó un almanaque viejo. En el blanco y negro se desplegaba la sabana del outfield en un flamante estadio Universitario. ¿Ves toda esa grama podada y reluciente? ¿A qué se te parece?
A un parque de juegos.
Demetrio estiró el brazo para mostrar un mejor ángulo de la fotografía. ¿No se te parece a un gran jardín?
Miguelín sonrió.
Demetrio dio dos palmadas en el hombro izquierdo de Miguelín. En el béisbol hay tres jugadores que se desempeñan en ese jardín. Por eso los llaman jardineros y el del centro es el jardinero central ¿Me sigues?
Miguelín agarró el almanaque y lo admiró cual mapa del tesoro. Papá ¿a ese jugador tambien le dicen centerfield?
Centerfielder, hijo. Centerfielder.

Demetrio abandonó por un momento su viaje diario a los silencios anaranjados del atardecer, aunque estaba por descubrir un nuevo matiz de morado en el horizonte. Roberta alzaba la voz con vehemencia. Ese maestro se estaba excediendo ¿Cómo les va a dar trigonometría a unos niños de quinto grado? Mañana voy a reclamar.
Miguelín cerró el cuaderno.
Al momento de guardarlo en el morral, Demetrio hizo una seña con las manos. Roberta, espera a ver que ocurre. Si el maestro es capaz de enseñarles trigonometría, todo está bien.
La mujer lanzó una mirada sulfúrica. Me parece que ese señor está forzando la barra. Todo a su debido tiempo.
Demetrio tosió y un solo de piano invadió la casa con aire fresco de matorrales y riachuelos.
Roberta seguía el ritmo al desmoronar la granada en una mezcla de frescolita y zumo de limón. El tintineo de los hielos en los vasos la hizo sonreir.
Miguelín saboreó el elixir. Papá ¿Quién es Pitágoras? El maestro mandó a investigar sobre él y sobre que es el seno, el coseno y la hipotenusa. Y el profesor de educación física nos dio otras pistas de los novatos.
Roberta masticó un pedazo de hielo. ¡Caramba pero ese maestro es una maquinita. No se le acaba la cuerda!
Demetrio silbó la melodía del piano. El matiz de morado se reflejaba en el vidrio de la ventana
¿Papá, cómo se llama esa canción?
El hombre agarró la cajita del disco compacto. Ese profesor me hace recordar una escena de la película "El campo de los sueños". Cuando Kevin Costner y James Earl Jones van a Fenway Park en busca de una señal. En la mitad del séptimo inning, Costner ve el nombre de un pelotero en la pizarra. Había jugado a principios de siglo. Costner salió corriendo a buscar información del pelotero. ¿Qué te dijo ahora el profesor de los novatos?
Miguelín disfrutó otro sorbo de granada y frescolita entre los acordes del piano. Que uno fue cambiado por los Indios de Cleveland junto a un pitcher llamado Tommy John y el otro fue enviado junto al primera base Lee May desde los Rojos de Cincinnati a los Astros de Houston por el segunda base Joe Morgan, el pitcher Jack Billingham y el jardinero central César Gerónimo.
Demetrio miraba la fotografía del músico en el disco compacto. Ese profesor da todas esas pistas porque está seguro de que ustedes nunca van a dar con el nombre de esos novatos. Pero la vida te da sorpresas.
Papá, no me has dicho como se llama la canción.
El hombre afincó la mirada en la barbilla de Miguelín. Un escalofrío curveó en sus párpados ¿Qué es eso?
Miguelín trató de correr hacia la sala,
Demetrio lo apretó por el antebrazo.
Eso…es…una cicatriz…Eso pasó hace dos semanas.
El hombre se sentó, bajó el volumen de la canción. Puede haber pasado hace un año pero quiero saber lo que le ocurre a mi hijo. Mira el color de esa cicatriz. Sé que eso tuvo su origen en un golpe duro.
Miguelín miró el techo y bajó la cabeza. Fue en la escuela. Un alumno le decía a los otros compañeros que no jugaran conmigo y se burlaba. Le reclamé y me dio un empujón. Empezaron a gritarme cosas feas y casi se me salieron las lágrimas. Me levanté y lo enfrenté. Me tiró un puño durísimo y apenas pude medio desviarlo con la mano. Sentí un martillazo en la barbilla.
Demetrio revisó la cicatríz. La piel de sus mejillas parecía una toronja exprimida. Su voz rebotó en las paredes ¿Y la maestra? ¿Qué hizo?
Miguelín enterró la mirada en un rincón. Sólo apareció cuando yo trataba de regresar el golpe. Me llamó "niño violento" y pasé el resto de la tarde en el fondo del aula, oyendo las risitas del alumno que me pegó.
Demetrio fue a la cocina y apagó la hornilla de las arepas.
Roberta explicó que había hablado con la maestra. Al principio se mantenía intransigente. Cuando vio que Roberta habló con el coordinador de la escuela y empezaron las investigaciones, la maestra buscó a Roberta. Le dijo que dejara eso así. Que ese niño siempre había sido así y nadie había podido controlarlo.
Si usted no cumple su función como maestra, voy a pedir una junta de padres y representantes.
La maestra empezó a castigar la violencia. He visto como varias veces, cuando voy a llevar a Miguelín, ya la maestra tiene a ese muchacho sentado sólo, mirando la pared del fondo del salón.
Demetrio volvió a encender la hornilla ¿Porqué no me habías dicho nada?
Roberta levantó una punta del delantal y enjugó un chorro de sudor y lágrima en la mejilla. No te quería preocupar más. Te veo como tienes que lidiar a diario con los clientes, que me pareció inoportuno hablarte de lo que pasaba en la escuela.
El hombre sacó una silla de la mesa y hundió la barbilla en las manos. Lo que le ocurra a mi hijo siempre será una oportunidad para demostrar que estaré ahí para apoyarlo en las búsqueda de soluciones.
Miguelín inclinó el vaso de la licuadora hasta caer un hilillo de granada y colita. Papá ¿Porqué las granadas son tan sabrosas mezcladas con colita?
Las granadas siempre fueron mis frutas favoritas, desde que tu abuelo tenía tres granados en el patio. Siempre nos regañaba porque tus tíos y yo pasábamos todo el día haciendo algo con esos árboles. Los usábamos como bases en los juegos de béisbol. Eran sitios estratégicos cuando buscábamos un tesoro. O colocábamos cartones de colores en ellos, para que llegaran a trinar turpiales, arrendajos y paraulatas. Una vez llegó un pájaro carpintero y el pico se le atascó en el cartón. Tu abuelo tuvo que ir a soltarlo. Fue una de esas raras veces que lo vi sonreír.
La voz de Simón Díaz cernía entre los acordes del piano.
Papá, todavía no me has dicho el nombre de la canción.
Esa es una de las principales muestras de un género musical que creó el maestro Aldemaro Romero. La Onda Nueva es como una respuesta venezolana a la Bossa Nova brasilera. La canción se llama Carretera. La anécdota cuenta que Aldemaro la compuso en honor a su amigo Simón Díaz cuando viajaban a la finca de este en el llano.
Miguelín intentaba seguir la letra. "Carretera… acórtate carretera…que me ahoga la distancia…de que manera…de que manera…"
Demetrio observó un trazo incompleto en el plano. Se inclinó sobre la mesa, parecía tener un transportador en los ojos. Terminó de marcar la línea con tal precisión que Miguelín casi se tambalea.
¡Guao papá! ¿Cómo haces eso?
Práctica y dedicación hijo. Eso es lo que tienes que hacer con la trigonometría y con Pitágoras. ¿Sabías que también era filósofo y escribía poesía?
Miguelín se apartó varios centímetros de la mesa, le parecía tan distinto aquel mundo de mesas, papeles, atriles y lienzos de lo que veía a diario en ruta hacia la escuela, empujones, gritos, burlas, groserías, trampas, amenazas, armas. Papá ¿qué es la guerra? Demetrio casi revienta la punta del bolígrafo sobre el papel. Una expresión bronceada pigmentó en sus mejillas ¿Para qué quieres saber eso?
De eso hablan todos en la calle. Viene la guerra civil. Persiguen a los que son diferentes. Matan a los niños.
Demetrio se sentó en el piso. Si los seres humanos somos incapaces de utilizar las palabras para lograr acuerdos entonces ¿para qué tenemos cerebro? ¿Para azuzar la violencia? La guerra es la demostración de la faceta más oscura del ser humano. Tan oscura que se confunde con la nada.
¿Cómo se hace para trabarla, papá?
Demetrio casi se atraganta con el suspiro. Es una tarea diaria hijo. Porque todos cometemos errores, ergo hay que empezar por reconocerlos.

Miguelín entró corriendo por el camino de ladrillos marrones que atravesaba el jardín. Postreros relumbrones siderales recortaban las siluetas de las bromelias y las uñas de danta. Papá ¿Dónde estás?
Roberta levantó el dedo desde el delantal de fieltro blanco y se lo llevó a la boca. Una esencia de pimentón y ají dulce impregnaba la cocina. Anda en silencio, está allá donde se ven aquellos punticos verdes.
Miguelín casi se desboca ante la emoción de apreciar aquel resplandor en la penumbra del atardecer.
Papá ¿Qué son esos puntos verdes?
Las mejillas de Demetrio se podían apreciar tan amplias, como casi nunca las había visto Miguelín. Es una de las grandes maravillas de la naturaleza. Son cocuyos. Hijo, cada vez que los veo recuerdo que hay luz al final del túnel y recargo mi suplemento de esperanzas para aguantar los improperios de los clientes de las pinturas y los planos y para resistir la viveza criolla que impide el avance de este país hacia el progreso.
Miguelín abrió los brazos y dio dos pasos hacia las luciérnagas. Papá ¿Qué es la viveza criolla?
Demetrio respiró y afinó la vista hacia el cielo. Hay unos cuentos folklóricos relacionados con dos personajes que alegraron los almuerzos de varias generaciones de niños venezolanos. Tio tigre y tío conejo protagonizaron historias donde la astucia del roedor siempre burlaba a la fuerza del tigre.
Quizás esa astucia haya sido confundida por mucha gente para burlar reglas y normas de respeto mutuo. Pero sospecho que esa viveza criolla viene desde mucho más atrás en la historia del país.
El flujo de la brisa meridiana competía con el fogaje de los tubos del viñedo. Demetrio había sacado el atril al medio de la azotea. Marcaba sargazos plateados sobre una calle en penumbras. El lienzo crujía a medida que el pincel transmitía formas y pigmentos. Intentaba sonreír. Las imágenes apretaban sus dientes. Forcejeaba con el pincel. La anarquía seguía delineando un esquema familiar, trémulo, rocoso.
La efusividad de Miguelín saltó las escaleras de a tres niveles.
Demetrio arrugó la boca, buscaba un pedazo de añil entre las hojas de vid. Silbaba la sordina de Coltrane que flotaba desde la sala.
Los compases animaron a Miguelín. Sacó el cuaderno de matemática. Mientras leía la biografía de Pitágoras, Demetrio se llevó los dedos a la boca.
Papá, la línea del techo de ese Cadillac parece una hipotenusa. Salía del pincel en ángulo de 45º con un rústico Toyota de pintura descascarada. Papá ¿Cómo haces para retratar esa pintura desgastada?
My Favorite Things mostraba a duo el saxo de Coltrane y el silbido de Demetrio. Este marcaba puntos plateados sobre el fondo anaranjado del capó
¿Dónde está el chofer del Cadillac? ¡Está mal estacionado papá!
El pincel demarcaba un rayado amarillo debajo del rústico. Demetrio respiró profundo. Es una escena de viveza criolla. Pudiera titular esta pintura "Dos vivos en acción". El señor del rústico se paró sobre el rayado de un hidrante y el del Cadillac se paró en doble fila y atravesado.
Miguelín tiró la mirada detrás del rústico. Estrujó la frente ¿Qué es un hidrante papá? Demetrio masticó la asíntota de la nota musical. ¿Has visto esos tubos gruesos que hay en las aceras que parecen pequeños robots? Esos son hidrantes. Son tomas de agua donde se conectan los bomberos a la hora de un incendio.
Miguelín respiró muy de cerca de los neumáticos del rústico ¿Crees que el señor del rústico sabe que es un hidrante?
Demetrio agarró un transportador de la mesa de dibujo. Midió los ángulos entre los carros. No. Y si lo supo, lo olvidó igual que el señor del Cadillac ignora a Pitágoras, ni siquiera fue capaz de estacionar en paralelo.

El compás de galio y cromo resbaló de los dedos entumecidos de tinta y papel. Tres campanillas alumbraron el bolsillo del pantalón. Demetrio se distanció de la mesa en la punta del pie derecho ¿Qué pasó? Enseguida voy para allá maestra. Marcó siete veces el teclado. Un ovillo de espinas en la garganta. Si. Tienes que ir a la escuela. Según la maestra todo bien. Pero hay que ir a buscar a Miguelín.
Demetrio caminó hasta el fondo del viñedo. Desde la azotea buscaba en que punto del horizonte afloraba el hueco por donde entraban los imprevistos. Quería armar una cuerda con sarmientos para lanzarse por las cenizas en suspensión de todos los incendios vespertinos hasta llegar a los tonos más azules del ozono. Las manos exudaban frío. Los músculos de las piernas burbujeaban cual en los últimos metros de una maratón. Ni el asomo de la primera estrofa de "El Catire", alejaba el rostro de Miguelín de la panorámica mental. La sonrisa refulgía entre templones de gurrufíos y zumbidos de trompos.
Esa tarde, días atrás, Miguelín trajo como treinta chapas de refrescos. Son demasiadas hijo.
Los gurrufíos que sobren, los guardo para otro día papá. En el tercer intento de aplastar una chapa se machucó el índice izquierdo con la piedra de amolar. El llanto de Miguelín atrajo unos pasos ebullentes.
Los ojos de Roberta traspasaron el entrecejo y las percusiones pectorales de Demetrio. Arrancó sus manos del índice de Miguelín y lo llevó al botiquín del baño.
Ahora, una semana después, la misma mirada revisaba un hematoma bajo el ojo izquierdo ¿Cómo es posible que la maestra dice que no pasó nada y el ojo de mi hijo parece de boxeador? Roberta quitó un paquete de pastillas fertilizantes y se sentó bajo el viñedo. Observó la piel inflamada.
Miguelín intentaba apartar el rostro.
¿Cómo va a decir que fue un simple empujón? Y Miguelín no quiere decir nada.
El niño se fue al otro extremo de la azotea.
Demetrio se escondió detrás de un tambor de agua. Las piedrecillas rebotaban en las hojas de vid. ¡Deja papá! Sé que eres tú.
¿El profesor no les ha dado más pistas de los peloteros?
No.
Uno de ellos fue elegido novato del año en una posición distinta a la que jugó la mayor parte de su carrera y el otro nació en el mismo estado donde lo hicieron Willie Mays y Hank Aaron.
Miguelín empezó a olvidar el hematoma ¿Quiénes son esos?
Demetrio se recostó del tambor. Son dos de los mejores peloteros en la historia del juego.
Hijo ¿qué fue lo que ocurrió en la escuela?
No. Mi mamá se va a molestar conmigo.
Hablaré con ella. No se va a poner brava.
Miguelín ensayó una sonrisa. Estábamos en una fila para comprar la merienda y vino una muchacha y no hizo la cola porque la llamaron las amigas. Le reclamé que al menos debía pedir permiso a todos los que estábamos en la cola. Se formó un despelote y recibí un puño en la cara. No pude ver quién fue porque me caí.
Demetrio estiró la mano y bajó el volumen de su voz. Su mirada registraba el tramo más alto de la biblioteca.
¿Por qué ves tanto hacia ese rincón papá? Parece que tuvieras un tesoro ahí.
Demetrio lanzó varias ojeadas al lienzo. En ese giro de cuello encontró el matiz adecuado para la pintura desgastada en el capó del rústico.

Miguelín movió el retrato del día de playa. Sus botas marrones en los tramos de la biblioteca denunciaban varias horas de seguir las aventuras del Hombre Araña. La silueta de un paralelepípedo asomaba en forma de cartones amontonados. Un olor a chicle bomba seco impregnaba la madera apretada en los dedos de Miguelín.
Demetrio inspiraba, la respiración llegaba hasta la plaza frente a la librería donde compraba los sobres de las barajitas, algunos traían como premio tabletas de chicle. Una vez le salió la barajita más buscada y un manganzón se la arrebató. Lo persiguió unas siete cuadras. El tipo se volteó y le dio un puñetazo en el pecho. Demetrio se le fue encima. Rodaron por el pavimento hasta que arrancó la barajita de la mano del manganzón.
Luego andaba fugitivo y hubo de contárselo a su padre. Tu abuelo hizo una mueca fea con la boca. Te he dicho más de una vez que la violencia no trae nada bueno. Fue a conversar con el padre del manganzón y luego de ciertas escaramuzas acordaron que el manganzón dejaría de perseguir a Demetrio, pero este debía disculparse por los golpes que le asestó al manganzón.
Miguelín agarró el paquete de barajitas y lo pasó a Demetrio ¿Porqué le diste tan duro al manganzón?
Era la barajita de uno de mis peloteros favoritos. Pasé varios dias alisándola. La metí en un libro grueso y le monté una maleta encima.
¿Quién era ese pelotero?
Demetrio sacó la cajita de un cd del segundo tramo de la biblioteca. Sacó el de Aldemaro Romero y metió uno de un tipo que tenía la voz como un cuchillo amolado. "El alfondoque, dulce de lechosa. El alfeñique. Carato e' maiz. Conserva e' coco. Dulce de toronja. La naiboa sabrosa y el cambur pasao". Ese es Jesús Sevillano hijo. Demetrio descargó varios silbidos cuando vaciaba porciones iguales de marrón y plateado sobre la paleta, luego remató con un poco de anaranjado.
Cuando Demetrio remarcó varias pinceladas sobre el capó del rústico, Miguelín se olvidó un rato de las barajitas. Estás pintando como el pintor del cuadro de las flores que está en la cocina.
No sabes lo que dices hijo. ¿Cómo voy a soñar siquiera estar a la altura de los tobillos de Vincent van Gogh? ¡y sobre todo en los girasoles!
Demetrio pegó una barajita de la pared y la dejó caer. Este era el juego que más disfrutábamos. Soltó otra y otra barajita.
¿Este es uno de los novatos?
Demetrio sonrió.
Papá todavía no me has dicho quien era el pelotero de la barajita que te arrebató el manganzón.
El hombre volvió a silbar "My favorite things" esta vez con "Golosinas criollas de fondo". ¿Qué viste en el tramo donde estaban las barajitas?
Miguelín miró hacia la biblioteca. Había como unas botellas. Seguro que son unos barcos. Cuando intentaba escalar de nuevo los tramos, Demetrio bajó dos botellas transparentes, parecía que llevara un bebé en brazos.
Miguelín saltó entre el lienzo y la mesa de dibujo. ¡Ya sé, ya sé! ¿Cómo hiciste para meter esas barajitas en esas botellas? Tommie Agee… White Sox. Luego volteó hacia el otro cuerpo vítreo. Tommy Helms…Reds. ¿Esos son los novatos? ¡Si papá! Lo abrazó y se sentó en la banqueta. ¿Esos son tus peloteros favoritos?
Demetrio apretó las tapas de las botellas cuando leía la parte posterior de las barajitas. Quizás ya no tanto como en aquella temporada 1965-1966 cuando ambos vinieron a jugar con Magallanes. ¿Qué me iba a imaginar que en la siguiente temporada de Grandes Ligas esos dos peloteros iban a ser novatos del año? El día que mis hermanos llegaron con la noticia a la casa, les pregunté si eran los mismos que habían venido a la liga venezolana. Pasé varios días celebrando. Después una noche cuando se habían dormido saqué las barajitas y las escondí. Siempre las llevé conmigo a todas partes y en cuanto conseguí a la persona apropiada las envié a meter dentro de esas botellas.
Miguelín veía las botellas desde todos los ángulos. Ahora sé porque estabas tan seguro de quienes eran esos peloteros. Seguro que el profesor se va a quedar con la boca abierta cuando le diga el nombre de los novatos.

Alfonso L. Tusa C. © mayo 2014.





Visiones de un atardecer
A la distancia se escuchaba la puñalada de la sirena en el aire de penumbras que llegaba hasta el aula de gramática narrativa. Aquel 15 de octubre jugaban Magallanes y La Guaira. 1965 aproximaba sus zancadas hacia el recodo final de un año muy convulsionado por muertes políticas y discusiones geográficas.
Jacinda paralizó el lápiz justo a dos líneas de terminar la hoja, el cuento había fluído indetenible por los andariveles de su mirada que buscaba escapar hacia los jardines y correr por el pasillo que llevaba a la escuela de química, quería ver si Aramís había cumplido su palabra de llegar antes de las seis y media al punto del pasillo de Ingeniería que colindaba con la escuela de Letras.
Su voz pausada en el movimiento de enfundarse en la bata de laboratorio, había desarmado un poco el filo de las pupilas verdosas de la muchacha. A las siete de la mañana se congestionaba el acceso de Arquitectura. En medio de un tropel de zancadas gélidas Aramís descargó la suela de sus zapatos de goma sobre las zapatillas de empeine abierto.
Jacinda aulló cual loba privada de sus crías.
De inmediato Aramís se inclinó para borrar la marca de sus zapatos y eliminar el polvo embutido en la piel entre cobriza y ambarina. Su voz temblaba en medio de varias inflamaciones pectorales y un silbido que escapaba al final de cada palabra, parecía querer abotonar la bata sobre el rostro. Disculpa … es que tengo laboratorio de orgánica … si lo pierdo reprobaré la materia … son prácticas de ocho horas y ya deben estar pidiendo el preinforme.
Jacinda lo veía con los ojos entrecerrados, solo el relumbrón de una cicatriz en el lado izquierdo del pecho que logró distinguir antes que Aramis terminara de abotonar la bata, aflojó un tanto el martillo en sus ojos.
Notó que Jacinda volteaba cada cierto tiempo hacia el estadio ¿Te gusta el beisbol? La voz emergió desde los botones de la bata. Aramís sabía que debía hablar tan rápido como las zancadas que debía dar hasta el laboratorio.
Jacinda aún sobaba su empeine y lo escrutaba cual banco de los datos que buscaba hacía rato para darle voz propia a sus personajes. Más que todo, tres cicatrices intercaladas en los dedos de ambas manos.

El profesor miró el reloj. Escribió los títulos de unos libros en la pizarra, recogió su maletín. Recordó algo de la técnica de mostrar antes que contar y traspasó la puerta. Jacinda avanzaba a buen ritmo en su historia de guerrilleros y poetas, el rumor de la sirena tomó matices intensos cuando el profesor masculló en la puerta que iba retrasado para el juego inaugural, a la distancia se escuchaban los gritos de los vendedores traspasados por la sirena, la propuesta de la mañana la hizo sonreír al tiempo que emergía del pupitre. Aquella mirada, aquellos pasos de marchista olímpico acalambrado, le parecía reconocerlos de algún lugar.
Aramís la miraba, se mordía los labios, metía las manos en los bolsillos de la bata y estiraba el cuello hacia las ventanas del laboratorio. Te invito al juego de esta noche. ¿Cuál es tu equipo?
Magallanes ¿y el tuyo? Jacinda volvió a soltar todo el pie en el piso, intentaba caminar sin apretar el paso.
La Guaira. Aramís ladeó la cabeza. ¡Ves ya tenemos otra razón para ir a ver el juego!

Jacinda apretó el paso y abrió los brazos cuando vio que en el lugar acordado del pasillo solo había sombras y reflejos. De regreso al aula un grito compitió con la sirena que venía del estadio. Un espectro parecía surgir de las penumbras y el crujir de las hojas secas. ¡Espera, espera, es que se me complicó la reacción de las azidas! Aramís parecía un flamengo cambiando de plumaje al desprenderse de la bata mientras corría.
Con la mano apretada sobre los labios y la nariz, comprobó que el rostro de la muchacha coincidía con la imagen que lo había perseguido en cada etapa del laboratorio, cuando titubeó ante la pregunta de destilación azeotrópica, cuando le llamaron la atención por olvidar colocar el termómetro en balón de tres bocas y cuando el profesor lo miraba con ojos de peinilla mientras esperaba la explicación del color verde oscuro en vez del anaranjado que debía tener el producto final de la reacción. Entonces si sonaban con intensidad y entendía totalmente las armonías de la canción que escuchaba junto a su padre en el radio de onda corta. Había leído que el autor de la letra la había compuesto inspirado en el asesinato de John F. Kennedy y la muerte de un hermano.
El cabello castaño claro a la altura de los hombros, la tersura de sus mejillas, la holgura de su blusa esmeralda sobre el abdomen. Sintió un templón en la manga de la camisa de bacterias.
Epa, todavía la oscuridad no me ha escondido. La voz de Jacinda lo hizo trastabillar.
Sentía en la piel la ebullición de volver a encontrar a alguien que no veía desde hacía mucho tiempo.
Jacinda tenía varias semanas avanzando y regresando en su texto de unos guerrilleros que bajaban de la montaña cada cierto tiempo, que se turnaban para evitar ser sorprendidos por los guardias, para discutir con un grupo de estudiantes de la escuela de Letras, sobre las diferencias que tenían en la manera de empezar a solventar las injusticias de la humanidad. Uno de los guerrilleros siempre recibía reprimendas del líder porque siempre justificaba la posición de los estudiantes y entre estos había una joven que sentía el gusanillo de unirse a los barbudos.
¿Tienes mucho tiempo en la universidad? Jacinda se detuvo a dos pasos de un árbol de apamate para ajustar sus cuadernos en el bolso.
Aramís frotó las manos sobre los pantalones de caqui y le extendió un caramelo, estaba en el quinto semestre de la carrera. Sentía que tenía alguien que había empezado a estimar sin haber intercambiado treinta palabras y le abrumaba el miedo de perderla por carecer de recursos narrativos para llamar su atención.
Jacinda indagó porqué ponía esa mueca. Varias luciérnagas resplandecían sobre la grama y el pasillo.
A veces las cosas se retrasan por motivos ajenos a la voluntad y hay que tener paciencia. Las imágenes lejanas de su llanto de recién llegado se solapaban con otras mas recientes en un ambiente aséptico similar, de paredes, techo y personas forradas de blanco. Un frío glacial recorría el pecho de Aramís y sentía una puñalada en el corazón.
Una vez más recurrió a las armonías que buscaba en el piano cuando una canción le agradaba mucho. Se abstraía muchos años, muchas vidas, entonces se atrevió a preguntar, ¿Cómo te llamas? Su voz sonó lóbrega, insegura, cuando pugnaba por cambiar la conversación, dos mechones castaño claro relumbraron delante del amplio jardín impregnado por la luz del estadio. Llegaban rumores de que un tal Graciliano Parra abriría por Magallanes debido a que un tal Isaías Látigo Chávez tenía una disputa contractual con la directiva magallanera.
Jacinda, pronunció la muchacha casi entre dientes. Odiaba esas tres sílabas cuando la llamaban a disertar sobre lo que escribía sin haberlo terminado o cuando debía salir a saltar sin haber completado su rutina de calentamiento. Debió dejar de jugar voleibol porque se molestaba mucho al discutir la estrategia con sus compañeras, luego de varias conversaciones sulfúricas con su padre, accedió a empezar a practicar salto con garrocha y a escribir en las madrugadas. Si sentía que mejoraba su actitud podría regresar al voleibol.
Aún trataba de identificar el rostro que lo había perseguido todo el día en el laboratorio. Las trazas de luces del estadio le decían que había diferencias muy marcadas de puntos de vista, los reflejos de las luciérnagas, que esa era la muchacha.
El profesor carraspeó varias veces junto a la campana de extracción, metió las manos en los bolsillos de su bata, desde el extremo opuesto de la campana había notado como Aramís tenía un aire sonámbulo. Los botellones de ácido nítrico por lo general eran de 2.5 l. y además los vapores hacían resbaladizo el vidrio. Los ojos del profesor casi reprodujeron el marrón rojizo que debía dar el compuesto a sintetizar. Miraba hacia los lugares donde las sombras cedían ante el relumbrón de un papel o el estertor de una bocina que llegaba de la calle.
La voz en clave de vals con violines graves templó las sombras. ¿Y cual es tú nombre? Jacinda lo escrutaba desde las facciones que buscaba hacía semanas para los guerrilleros de su historia, trataba de buscarles algo de sindéresis en sus arrancadas viscerales, trataba de que su narrativa tuviera algo de coherencia.
Dobló la bata en desorden, sentía el vapor del aminoazotolueno entre la garganta y la nariz. A…Aramís.
Jacinda se llevó las manos al blue jean desgastado y ensayó una sonrisa. ¡Igual que el personaje de Dumas! ¿Eres uno de los tres mosqueteros? Ahora entiendo mejor todas esas carreras y saltos ¿Dónde tienes la espada?
Sintió un dejo de burla en las facciones de aquel rostro que delineaba entre la penumbra. Aquella tarde abusó de la velocidad de sus pies y de sus pulmones, corrió demasiado en el remate de los cuatrocientos metros, lo último que recuerda es salir en camilla de la pista. Desde entonces practica el piano luego de ver tocar a su padre piezas de Rachmaninoff y Lizst. Él intenta garrapatear composiciones de Aldemaro Romero y Evencio Castellanos. Solo le queda correr con ataques de cojera.
¡Que va! Eso solo fue un delirio de mi papá. Si leí tres capítulos de la novela fue mucho. Me parece algo ingenuo eso de "uno para todos y todos para uno…" Ahora todos tienen una mano en la espalda. Papá me reclama que en aquellos tiempos no era una estupidez confiar en tus amigos.
Varios filamentos de claridad bajaban desde los árboles, Jacinda enfocaba la mirada hacia algún punto bermejo que asomaba entre los botones de la franela mangalarga, parecía el inicio de una cicatriz similar a la que intentaba dibujar en el pecho del comandante guerrillero, paralela al dolor ebullente en la poesía de quién veía los enfrentamientos a cierta distancia desde cierta discusión sobre la violencia.
El cuento tenía varios requiebres entre la visión de los comeflores urbanos y el foco de los guerrilleros. Jacinda avanzaba entre las escaramuzas y los enfrentamientos, intentaba descargar sobre el papel la emoción de sus puños cuando los barbudos ganaban una batalla, entonces por más que afincaba el grafito en el papel permanecía clavada en un punto, igual que cuando tenía la garrocha en su hombro lista para emprender la carrera, revisaba toda la vara. Una sola grieta, una sola fractura y podría darse un batacazo. El miedo le corría por las manos y estallaba cuando impactaba la pértiga en el piso, un impulso de resorte la despedía hacía arriba en un arco que se convertía en recta, entonces veía con terror el panorama aéreo, dudaba entre atacar la barra o permanecer flotando.
Desde allí nota la respiración entrecortada de Aramís, este hace señas de normalidad. Jacinda sabe que a él le cuesta mantener el ritmo de la conversación, lanza la mirada hacia la incandescencia del estadio. ¿Porqué La Guaira? ¿Quién es el pitcher de los Tiburones?
Había pasado toda la práctica intentando descifrar porque tenían que invertir ocho horas de laboratorio para sintetizar aminoazotolueno, un simple colorante de grasas y aceites comestibles. Resultaba extenuante y exigente mezclar adecuadamente los reactivos, controlar la temperatura, observar cada paso de la reacción. El profesor apenas hablaba entre algunos monosílabos. Ya verán porqué. Siempre hay una razón. Lo que más emocionaba a Aramís eran las tonalidades marrón rojizo hasta amarillo pálido que se generaban en las distintas etapas de la reacción, y los esporádicos viajes que debía hacer al refrigerador para traer cubitos de hielo a fin de controlar algunos pasos exotérmicos.
Esos estallidos que estremecían el balón de tres bocas, los calmaba dispersando la mirada hacia las matas de trinitaria que cuajaban de violeta y naranja una alambrada paralela al cemento rústico de la acera, también lo hacían saltar hasta nivelarse con Jacinda.
Siempre me pareció interesante la historia de mi papá cuando vio las casitas de La Guaira desde el barco que lo trajo de Italia. Jamás había visto tantos colores brillantes juntos, ni se dio cuenta cuando tocaron el muelle. También está Luis Aparicio, el mejor campocorto y Pepe El Gritón, el solo hace más bulla que la sirena del Magallanes. Hoy va a pitchear Darrell Brandon, dejó marca de 13 ganados y 6 perdidos con 3.36 de efectividad en 207 innings con el Oklahoma City de la Pacific Coast League.
Hubo de cerrar la boca para evitar que una luciérnaga alumbrara su paladar, la asombraba que Aramís supiera tanto de beisbol como ella intentaba saber de los guerrilleros. Lo miraba de arriba abajo en aquella cinética que descorría sus pasos azules entre las sombras que llegaban desde los jardines para enhebrarlos con las zancadas caqui de Aramís. Buscaba alguna prenda deportiva, una sudadera de manga de tres cuartos, una gorra guardada en la parte posterior del pantalón, un paquete de chicle bomba de ese que mastican los peloteros. Tenía que saber como Aramís disponía de tanta información beisbolera. Mirándo a los trazos de su nariz recortada y al reflejo de la luz en sus pómulos sonrosados, chasqueó los dedos y dio un salto cual si llevara la garrocha en la mano. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Tenía que ir a la escuela de Comunicación Social, allí de seguro había periodistas que trabajaban en los diarios o profesores que conocieran a los guerrilleros.
El mechón castaño rebotando en la frente de Jacinda, detonó un bombazo en el pecho de Aramís. Aquella gradación le llevaba a la abstracción del laboratorio que le costó un sacudón de hombros por el profesor. El gradiente de colores entre el marrón y el amarillo le había generado salivaciones intensas, saboreaba la textura de la exquisita torta bejarana que su mamá preparaba con plátanos y clavos de especia.
Quería decirle algo a Jacinda, solo que su corazón latía tan desaforado, movía las manos y los pies cual si rematara una carrera de cuatrocientos metros con vallas, que las palabras se le atragantaban en el esófago, apenas le salía un bufido silente que hizo abrir las manos de Jacinda.
Sonrió con la mirada desperdigada en algún punto a su espalda. Trataba de pausar sus palabras para que Aramís se tranquilizara. Solo que ella metía las manos hasta el fondo de sus bolsillos y sentía las rugosidades más profundas en el tejido de algodón crudo. Veía con nitidez todas aquellas noticias que, primero afloraron en los titulares nacionales, su tozudez había escalado tales cotas que cuando la información llegó a la prensa internacional, ("Guerrilleros asesinan campesinos en montañas venezolanas") anduvo un túnel que se empieza a conocer desde las entrañas del monstruo, luego las palabras farsante, demagogia, violencia, encajaban en sus brazos y ella los agitaba mientras ladeaba la cabeza y afincaba la mano sobre las tirillas del pantalón. Prefería seguir la teoría de los negadores, de quienes desvirtuaban los testimonios de los afectados con tal experticia y diligencia hasta aparecer como víctimas indefensas.
Calma, tranquilo. Ahora te pareces más a D'Artagnan, con esa celeridad en las manos.
Aramís bajó los ojos, miraba a las luciérnagas alumbrar la cerca bajo las trinitarias, sus manos terminaron sobre la bata embutida en su bolso junto al cuaderno de laboratorio, el ardor del mechón castaño transmutó al caleidoscopio de marrones, naranjas y amarillos. Cuando logró estabilizar la reacción, solicitó permiso al profesor para revisar la biblioteca. El hombre de anteojos ovalados en montura de carey y pómulos hundidos, señaló su reloj, tienes diez minutos, si continúas ausente luego de ese lapso desconectaré la manta de calentamiento y tendrás la mínima calificación. En aquel tris, apenas si tuvo oportunidad de empezar a leer sobre la familia de las azidas y lo extenso de sus aplicaciones en la vida normal y no tan normal.

Mientras trataba de seguir la clase de narrativa literaria, Jacinda regresaba por distintos caminos al momento del choque matinal, a escasos metros de la entrada de Arquitectura. Aramís venía viendo hacia el estadio, volteaba hacia adelante hasta que sus facciones llegaron a milímetros de la nariz descascarada por la playa dominical y las mejillas escarlata jaspeadas de pecas y algún lunar disperso hacia el mentón.
Imaginó que aplicaba las ideas más atrevidas de la narrativa y levantó la mano derecha para templar el comando que le permitiera delinear, esculpir y retratar aquel momento hasta detenerlo. Miraba aquellos ojos marrones, experimentaba una ebullición que empezaba en la punta de los pies y evaporaba en la punta de sus cabellos. Intentaba coleccionar todas las señas del instante, desde la barba incipiente con largas zonas lampiñas, hasta el dibujo del Pato Donald que refulgía a un costado del morral azul claro que flotaba en el hombro de Aramís. Por momentos intentaba retroceder ante algunas punzadas de sus inclinaciones políticas, sólo que la intensidad de los ramalazos cardíacos la empujaba más hacia la franela de rayas horizontales blancas y anaranjadas. Pasó toda la tarde preguntándose, haciendo indagaciones disimuladas sobre los impulsos y eso que llaman atracción a primera vista, se resistía a que el amor, esa experiencia tan rica en complicaciones se redujera a un simple enfoque de miradas. Las manos frías, los labios apretados, las pantorrillas pétreas, el vacío en el estómago y el laberinto en el pecho le indicaba que si podía ocurrir.
La voz de Aramís se envolvió entre las penumbras del jardín y la hizo saltar. ¿Por qué insistes con D'Artagnan y Dumas? Las novelas heroícas me llaman poco la atención, aunque si me gusta alguna parte de la acción de sus personajes.
Jacinda estrujó los ojos y lo contempló desde más distancia. Algún contraste fosforescente marcaba las perneras del pantalón caqui.
En la entrada del laboratorio tropezó con un extintor de incendios. Miró de reojo la fecha de vencimiento, el manómetro de carga. Estuvo tentado a preguntarle al profesor por el mantenimiento de esos implementos. La inminencia del preinforme y las preguntas de rigor hicieron que Aramís volteara hacia los cajones con puerta de vidrio que se repetían dos veces en cada extremo del laboratorio. Cerró el libro de mecanismos de reacción, el ácido nítrico podía ser un alto factor de riesgo. Luego de iniciar la reacción química apuró el paso a mitad del pasillo, luego de ir a tomar agua, sintió el estallido, el sonido de vidrios quebrados se arropó con una columna de humo y dos rayas de fuego. Aramís forcejeó con la puerta de vidrio, asestó un puñetazo y sacó el tanque rojo con algunas chispas de sangre en la mano derecha. Apretó el gatillo y el polvo químico inundó ese extremo del laboratorio. Cuando apuntó a su experimento notó que aún goteaba el dosificador de ácido nítrico. La mirada metálica del profesor indicaba nota mínima y amonestación. Con la celeridad de su homónimo mosquetero acordó con el profesor que además de reponer el material dañado, tendría oportunidad de empezar la práctica con la condición que debía ingeniárselas para explicar el resto de la reacción si no le alcanzaba el tiempo.
Aquellas manchas blancas en las perneras del pantalón de caqui la llevaban a la carrera previa ante el monstruo de las dos barras verticales y la tercera atravesada a más de dos metros de altura. Apenas contaba con la garrocha en el hombro y un estruendo en el estómago, ¡sería que Aramís podía sentir aquel miedo fantasmal a resbalar de la garrocha cuando estuviera a más de dos metros de altura! desde la mañana notaba desesperación y quizás obstinación en aquel rostro.
Intentaba disimular desviando la mirada hacia la fila de arbustos uña de danta en semicírculo bajo dos jabillos gigantescos. El dibujo del pato Donald ilustraba imágenes de niñito de papá en la mano que Jacinda metía en su bolso, buscaba un bolígrafo, buscaba su cuaderno de apuntes, quería retratar ese detalle a la brevedad. Buscaba contrastar el compromiso de los muchachos que decidieron subir a las montañas para combatir las injusticias políticas ante el hedonismo de los chicos que permanecían en casa al resguardo de los padres. Solo que escuchaba y veía muchas señales intermitentes que por momentos ignoraba y a ratos descifraba. Miraba las perneras de caqui manchadas de blanco y se imaginaba algún juego tonto en el laboratorio o su casa.
Las conversaciones a distancia que escuchaba mientras escribía en algún banco adventicio de los jardines de la escuela de Comunicación Social diluían la tos y los impulsos de Aramís por estirar el brazo y ofrecerle lo que llevaba en el puño. "…no es tan sencillo… puede haber algunos de esos tipos que intenten practicar el romanticismo de la justicia social intercalada en la teoría comunista. A la larga terminan claudicando ante las fauces del poder, que a muchos les cuesta entender son tan amoladas en la derecha como la izquierda… así como les cuesta entender que esos términos políticos, aunque hayan podido tener sentido en un momento puntual, la mayoría de las veces no son más que señuelos para manipular incautos…y eso ¿Qué significa? Pues la muerte de esos compañeros románticos por disentir del líder todopoderoso, o la muerte de inocentes como los campesinos que han ajusticiado los grupos guerrilleros en nombre de la revolución…" Jacinda apretaba el bolígrafo entre los dedos, restregaba la suela de sus zapatos de goma entre el filo del cemento y la grama. Tenía que ilustrarse mejor, debía consultar con más entendidos en la materia, no podía ser que después de todo, aquellos tipos con pinta de héroes fuesen psicópatas. El dibujo del pato Donald ondulaba entre los requiebres de Aramís por mantener el paso de Jacinda.
Cada dos pisadas escuchaba los arpegios que marcaba en el piano de pared de su casa. Su papá venía casi corriendo cuando lo escuchaba en aquel laberinto a punto de trascender al rock pesado, las notas del pop suave violentadas en los saltos de sus dedos sobre las teclas oscuras hacían levantar los hombros y ladear el rostro de Aramís: "Sunny…yesterday my life was filled with rain…Sunny you smiled at me and really eased the pain…" La vista se le iba más allá del rostro adusto de su padre. Aramís buscaba la pista, las vallas, la cinética, de los 110 metros con vallas. Intentaba regresar al lugar preciso cuando sintió un pinchazo en el brazo izquierdo, luego un estallido en el pecho y luego sus manos revolcándose sobre la arena. El dolor físico y mental se había alojado casi de forma permanente en su existencia, hasta que aquella mañana había encontrado algo que atenuara la intensidad de sus manos sobre el piano, sabía que luego de aquel encontronazo, aquella mirada esmeralda, aquellos cabellos castaños, encontraría por fin una armonía más apropiada para aquella canción.

Los labios de Jacinda murmuraron unas palabras que paulatinamente cambiaron su entonación.
Aramís como nunca lo había siquiera intentado, ensayó un guiño de ojos mientras la ayudaba a levantarse y ella apenas si pudo evitar una sonrisa fugaz.
Los ojos de Jacinda disparaban diagonales hacia el extremo donde la chemise dejaba a la intemperie el final de una cicatriz que venía de la zona cubierta.
Ahora lo miraba desplazarse con aquel acompasamiento de saltos y medias zancadas, quería un ritmo parecido para lo que intentaba escribir, quizás por eso estiraba el brazo para templarlo, tal vez así conseguiría algo de ese aire entre plácido y huracanado.
Aquel contacto hacía temblar a Aramís, idéntico a cuando su padre se acercaba por detrás y le daba dos palmadas en la espalda en medio de sus arpegios desbocados ¡Qué te parece! Otra vez los salvadores de la patria. El padre deslizó el periódico sobre el piano. " Guerrilleros toman un jardín de niños en Caracas en plena jornada escolar. Golpean al pediatra Gustavo H. Machado y roban 7.000 bolívares".
Prefería verlo a la cara, registrarle la mirada, Jacinda sabía desde la mañana que Aramís tenía muchos rasgos diferentes a la mayoría de los otros muchachos con los que compartía a diario. Por eso casi se iba de bruces cuando algunas hebras de luz demarcaban las facciones angulosas y el cuello inquieto que parecía atravesar toda la penumbra hasta el estadio.

Todas las groserías se le atragantaron al ver la nariz chata y los ojos marrones enmarcando varias emociones entre el miedo y el humor. Todo el frío y el raspón desaparecieron del empeine cuando Aramís se deshizo en disculpas y hasta sacó un pañuelo para limpiar los rasguños.
Mucha velocidad en la secuencia de momentos, sonaron varias canciones en un nanosegundo, las que más recordaba eran "Can't take my eyes off you" y "De repente". La magia de "Jay y los Americanos" (Bob Crewe, Bob Gaudio, Yu Quan) la hacía entornar los ojos con ganas de soltar la sonrisa "You're just too good to be true…You'd be like heaven to touch..." El ritmo de Aldemaro Romero le transmitía fortaleza para aguantar el dolor "Caminaste los caminos de mi mente…Le quitaste las arrugas a mi frente…Y sembraste tu sonrisa en mi dolor…" Tenía que aguantar todas las sonrisas, quería ver que terminaba haciendo ese muchacho. Las notas del violín que tanto quiso interpretar de niña ahora despuntaban en su cuello, las recogía una a una mientras buscaba algo en su bolso. Le urgía registrar todo lo que investigó en libros sobre el instrumento al que Antonio Stradivari logró conferir un sonido maravilloso. Ahora sabía que toda esa inspiración seguía allí. Veía la mandíbula apretada de Aramís y podía intentar solapar el momento postergado de empuñar un violín con el momento de la carrera con la garrocha al hombro. Ahora entre las sombras de los jabillos y las siluetas de los filodendron (uñas de danta) distinguía a plenitud las mejillas distendidas de Aramís, podía intentar aceptar la imposición del padre para que practicara algún deporte y así en aquella carrera entrecortada rumbo al estadio, había encontrado la fórmula para determinar el momento apropiado para afincar la garrocha en el suelo y levantarse por los aires.
¿Qué tanto miras en mi morral? Aramís casi dejó de andar con la mirada en el fondo del túnel de sombras.
Al preguntarle si le gustaba el pato Donald, Jacinda dejó estallar el aire que inflaba su cavidad bucal.
Aramís sintió un rubor hervir en las mejillas idéntico al del compromiso de reponer el material de vidrio dañado en el laboratorio. Se dedicó a hurgar la bibliografía sobre las azidas y empezó a entender la expresión dividida entre semisonrisa y tristeza del profesor. "La azida sódica se utiliza en la fabricación de explosivos... El ácido hidrazoico se emplea para producir explosivos de contacto como la azida de plomo... La hidracina tiene utilidad como combustible de aviones, misiles, cohetes espaciales, satélites. Es un potente anticorrosivo… La tartracina es un colorante (amarillo número 5) usado en la industria alimentaria…"
Entrecerraba los ojos para protegerse del resplandor del estadio y para tratar de descubrir que había tras aquel rostro despistado con nombre de mosquetero. El atascamiento de su historia la obligó a vencer su timidez, a presentarse ante profesores, estudiantes y hasta invitados de la Escuela de Comunicación Social. Se tropezó con un sinfín de posiciones encontradas, fanatismos, prejuicios, un laberinto de pasiones. Rasgó varias páginas, sentía que había algo que faltaba en su historia y también otras cosas que sobraban. Pasó varios días de discusiones consigo, muchos de sus compañeros la miraban raro cuando la veían hablando sola detrás de los jabillos. El pisotón de la mañana había reordenado sus pensamientos y en cada receso entre clases había recuperado las metas de palabras diarias que se había propuesto para aquel cuento.
Otra vez le miraba la palma de su mano derecha. En medio de aquellos resquicios de luz que delataban las cicatrices, Aramis hundía la mano entre la franela y el pantalón. La primera marca tenía forma de anzuelo, se la hizo cuando intentó evitar que Olga cerrara la puerta y consumara el final de su primer romance, el que le abrió los sentidos, el que le enseñó cuanta miel había en los labios de una mujer, el que le hizo caminar sonámbulo varias veces entre su habitación y la casa de ella. Sabía que había pasado mucho tiempo como para formar una cicatriz resistente, solo que cuando la veía por más de dos minutos se le humedecían los ojos.
Ahora podía descifrar mejor todas las partituras de violín que había imprimido o recortado de revistas. Jacinda sonreía en las penumbras invadidas de los relumbrones del estadio, igual que en la mañana, insistía en mirar debajo de la franela. Aramís, aún en las sombras abotonaba la franela hasta el cuello, sus pasos entrecortados casi paralizan la rapidez de Jacinda, podía diferenciar la mirada profunda de Edgar Allan Poe en El Cuervo: "Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato, atónito, temeroso…" notaba muchos de los elementos que buscaba para el personaje del poeta de su historia. En cada brazo estirado, en cada palabra ahogada, en cada paso desviado de Aramís, Jacinda escuchaba acordes de violin para obras de Rachmaninoff . Notaba con cierto sudor frío en la frente, que los rasgos de Aramís se parecían mucho al personaje de su novela que tanto se le había dificultado definir.
Abandonar el atletismo significó un momento muy amargo para Aramís. El padre prefería dejarlo a solas cuando presentía otra discusión. Le decía que recordara los tragos duros de su vida y lo que debió hacer para superarlos o medio superarlos. Porque ahí seguían las cicatrices en la mano derecha, en cada una burbujeaba el rostro de una mujer que había querido mucho, en cada una un alambre al rojo vivo llegaba hasta el hueso. Otra vez escondía la mano en la oscuridad, Jacinda aún alejada en sus pensamientos buscaba enfocar esas cicatrices. Un semicírculo transparente debajo del meñique ilustraba la noche del forcejeo con Magda, él no quería que se fuera, ella templó la puerta del carro y le machacó la palma de la mano. Esos dolores eran tan profundos como el de nunca volver al atletismo, quizás ellos lo ayudaron a resignarse a salir a la pista y lanzar la mirada a los cuatrocientos metros planos o con vallas.
¿Y a tí porque te gusta el Magallanes? ¡Si ese equipo no gana nada! Aramis simulaba buscar las luces del estadio con el rabillo del ojo en los mechones de cabello castaño.
Jacinda intentaba bajar el ritmo de los pasos, a ver si capturaba otro rasgo de Aramís. Ahora no gana, hace diez años fue campeón. Mi papá me dice que Don Carlos Lavaud era el alma de ese equipo.
Aramís intercaló un salto con una zancada. El resplandor de las luces le transmitía una alegría similar a la de aquella interpretación a cuatro manos de "Mañanita caraqueña" (Evencio Castellanos). Su padre metía la mano por detrás de la espalda de Aramís para hacer sonar las campanitas de las últimas teclas del piano de pared y él se bajaba del banco para pisar el pedal. El padre pronto recuperaba de tal manera el ritmo que solo ladeaba la cabeza y terminaba guiñando el ojo derecho mientras complementaba el ritmo con silbidos agudos que ardían en las orejas de Aramís. El ambiente de feria aceleraba el pulso de Aramís, al voltear a su costado, sorprendió a Jacinda a punto de abrir con la mirada los botones de la chemise.

Soltaba la mano sobre el papel, las letras parecían garrapatas compactadas, luego levantaba la mirada y miraba hacia la atenuación sucesiva de los postreros rayos solares. Jacinda cerraba los ojos y dejaba que su inspiración delineara la obstinación de aquel poeta de manos crispadas, cabellos desordenados y letras rebeldes. Había dudado mucho tiempo en llevarlo a la misma escena con los guerrilleros y los estudiantes que los apoyaban. La discusión tomaba cuerpo de vahos en ebullición, el poeta respiraba profundo, se mordía la lengua ante tanta violencia verbal, cuando los barbudos y los jóvenes impulsivos pausaban para coger aire, el poeta replicaba ¿Cuál es la gracia de mirar feo a quién no piensa como ustedes? Marcó tres pasos hacia atrás cuando uno de los guerrilleros atravesó el salón en su dirección. Jacinda estiró los brazos y respondió una pregunta del profesor sobre la técnica narrativa del punto de vista.

La tercera cicatriz, en la punta del dedo medio derecho se la había hecho al final de unos cien metros planos con vallas, el impulso que llevaba era tan desmedido que al saltar la última valla perdió el equilibrio. Corrió los últimos cincuenta metros entre mareado y desequilibrado, aun llevaba el ardor de su reciente rompimiento sentimental en medio del pecho. En cada etapa, cada diez metros de aceleración, cada táctica de ataque ante las vallas, el rostro de María refulgía al fondo del cráneo, intentaba borrarlo a punta de velocidad y esfuerzo anaeróbico, a fuerza de sentir como los muslos se desgarraban y los tobillos estallaban en sus zapatos. A pocos metros de la meta se fue de bruces, la mano izquierda por delante, lo primero que sintió sobre la arena fue la yema del dedo medio, luego el revolcón y el tropel del pelotón. Pasó un buen tiempo antes de volver a la pista. Su padre empezó a conversar con él de practicar piano mientras tanto.
Encandilados a la salida del acceso de Arquitectura, aceleraron el paso, Aramís apretaba el morral sobre el pecho e intentaba avanzar entre la muchedumbre. Jacinda introdujo la mano en el bolsillo del pantalón, necesitaba comprobar que el papel que había cargado de jeroglíficos desde la salida del aula de gramática narrativa hasta el pasillo de Ingeniería seguía allí. Cada dos pasos se detenía en la penumbra mientras sus compañeros se dispersaban en los jardines de la escuela de Letras. Tenía que aprovechar aquellas imágenes que le llegaban, encajaban perfectamente en el rompecabezas del arquetipo que buscaba para el poeta de su historia. Cada dos pasos levantaba la mirada, estuvo a punto de chocar con un pilar. Por momentos escribía sobre la palma de la mano izquierda, lanzaba la mirada hacia el fondo del pasillo de farmacia y seguía demarcando el carácter y las facciones del tipo que miraría fijo a la cara de los guerrilleros.
Justo antes de llegar al pasillo de acceso a la preferencia de la derecha, Aramís capturó en las mejillas de Jacinda ese aire de tranquilidad agitada que siempre le atrapaba en una mujer. Era el relajamiento del que le insistía su padre en cada sesión de piano, el mismo que había encontrado en su momento con Olga y María. Ahora dudaba, temía que las pérdidas del pasado se reprodujeran y ya no estaba dispuesto a revivir esos momentos amargos de ruptura e incomprensión. En ese momento notó que era la misma tranquilidad que experimentó cuando logró ordenar sus pensamientos para redactar el informe de las azidas sin haber concluido la reacción, seguía respirando el champú de los cabellos castaños luego del encontronazo con Jacinda. En el fondo se escuchaba una letanía… "segunda base home club…" Aramís hizo señas al señor y le compró una papeleta. Prometió a Jacinda una arepa de dominó si ganaba.
El olor de grama recién cortada perforaba los efluvios de cerveza y el frio que llegaba en bolas de neblina desde el Ávila. Aramís tomó a Jacinda de la mano y la templó hacia la mitad del graderío. El ambiente de expectación condensaba en todas la personas, un tipo vestido de azul marino se aproximaba al home plate.
Jacinda había dado con el papel enrrollado al fondo del bolsillo. Parecía un búho al cambiar de foco de un segundo a otro entre el rostro de Aramís y las líneas torcidas de su texto en papel arrugado. Sospechaba algo desde la mirada triste y alegre del pisotón matinal hasta los pasos asmáticos que corrían en la penumbra del pasillo, hasta el dibujo del pato Donald en el morral. En ese instante entendió que las apariencias pueden engañar a más de uno. Justo en el instante cuando el tipo de azul marino grito "play ball" y Graciliano Parra levantó la pierna izquierda para lanzar hacia el plato, Jacinda sintió que la mirada, las manos y el cabello de Aramís, aparecían en su historia, le corrió un escalofrío al notar que el tono de voz de Aramís al animar a su equipo, era el mismo del poeta que planteaba realidades en su historia.

Alfonso L. Tusa C. 19 de marzo, 2015. ©


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