: Enjambres

Nombre*:Lupita G. Fass
Web Site (Opcional):lupita_g_2000@hotmail.com
Género*:Desvarios
Título*:Enjambres
Cuento:ENJAMBRES

Quisiera encontrar un empleo fuera de casa, en un supermercado o una "boutique", donde sea, estoy harta de servir en la casa; sin salario y sin ninguna retribución.
Los lunes compro el periódico y busco un trabajo en la sección de avisos clasificados. Cuando encuentro alguno donde soliciten empleada de mostrador honrada y servicial, lo marco con rojo, luego llamo para pedir una cita y casi siempre me dicen que ellos me llaman. Pasan los días y no recibo llamada alguna. Es cuando caigo en la cuenta que no me quiere contratar. Sin embargo no me agüito, insisto y pido una entrevista; pero si me entrevistan mujeres, me predispongo. Me choca que ellas me den órdenes, me fastidia servir a una como yo.
Me entra la desesperación y enciendo la computadora, a ver si por ahí encuentro algo. Con desconfianza envío mi curriculum. He tenido tan mala suerte que hasta hoy, nadie me ha respondido.

Una vez, una amiga me recomendó para trabajar en la dulcería de su tío. De inmediato me presenté. Él no estaba en ese momento, así que me entrevistó su hijo, un muchacho de unos veinte años, a quien todos llamaban Fermincillo, porque lo vieron crecer en la dulcería. Fermín me contrató para atender a los clientes en el mostrador. 
 Me sentí tan feliz que el primer día llegué veinte minutos antes de la hora de entrada. En seguida apareció Fermín. Hasta ese momento todo iba bien. Igual que todas las muchachas, me coloqué el mandil. Eso me gustó; así no ensuciaría el vestido amarillo que ese día estrené. El trabajo era rudo, nadie paraba de caminar. Los clientes se amontonaban, ya fuera para comprar o para preguntar algo. De cuando en cuando me mandaban a la bodega para ordenar la mercancía. El aroma de los enjambres de nuez con chocolate me hacían agua la boca. A las tres de la tarde ya me dolían los juanetes y tenía mucha hambre; así que pedí
permiso para ir a comer un taco. Quería sentarme en la mesa de alguna fonda cercana; pero, cuál va siendo mi sorpresa, que me dice el hijo del dueño:
—Señorita Nohemí, cuenta usted con veinte minutos para tomar sus alimentos en la bodega o en el patio trasero. —Oye, —que le digo con voz demandante —la Ley Federal del Trabajo contempla que los trabajadores debemos contar con una hora para tomar nuestros alimentos, además no traigo itacate. —Lo siento, pero aquí es diferente —respondió Fermincillo. Eso me pasa por dejar a mamá, me dije, en casa comería a mis anchas.

A las 6:30 salí. El transporte iba lento, me urgía llegar a la casa para contarle a mi mamá cómo me había ido. Me sentía cansada y con un hoyo en el estómago.
Abrí la puerta de la casa, mi madrecita estaba esperándome.
—Ya llegué ma', ­­­—la abracé y le di su beso.
—Qué bueno hijita, ¿por qué traes esa cara?
—Ay ma'. No me dieron tiempo para salir a echarme un taco. Las muchachas llevaban sus itacates y en veinte minutos se lo comen ahí mismo. Yo traía para una torta, pero no me dieron permiso de salir, así que me aguanté. ¡Me muero de hambre y cansancio! Estos patrones no respetan los derechos de los trabajadores. Yo hablaba y hablaba, mientras mi mamita me servía un plato de frijoles con harta salsa.
—No te apures mi niña, no estás obligada a salir de la casa, vivimos con mi pensión, —agregó mi madre en lo que me calentaba las tortillas. —Además, aquí entre la crianza de tus conejos y en atender a tus hermanos tienes mucho trabajo. Mis conejos no eran problema, pero eso de estar sirviendo a un trío de huevones, que no se levantaban ni por un vaso de agua, ¡me tenía harta!
Los días siguientes cargué con mi torta, un refresco y hasta un postre que me puso mi madre; por cierto, no lo necesité. En lo que entraba a la bodega para surtir algún pedido, mordía mi torta, daba un trago a mi refresco y me sambutía uno de los enjambres como de rayo. Por suerte nadie me cachó.
Entre venta y venta, me acercaba a cada una de mis compañeras y les susurraba
al oído: — A las 6:30 nos vemos en el parque de enfrente, debemos hablar. Quería preguntarles si estaban de acuerdo en formar un sindicato que defendiera nuestros
derechos. Además, necesitábamos exigir nuestra hora de comida y otras cosas que me parecían injustas.
Llegué al jardín, me acomodé en una banca, miré el reloj y comencé a dar de vueltas alrededor del quiosco. Me volví a sentar. Volví a checar la hora. Mis compañeras no aparecían. Atravesé la calle y compré un helado para refrescarme la garganta. Esperé una hora más. Dieron las 8.00. Me puse a babosear en los aparadores, voltee al jardín, ya estaba desértico. Entonces, decidí caminar a la esquina para tomar mi camión.
Así aguanté un par de semanas, hasta que conocí a don Fermín. Apenas lo vi entrar, caminé hacia él para reclamarle nuestra hora completa de comida; pero se fue directo a su oficina. Pegué un brinco cuando escuché: —¡Señorita Nohemí! Ésta, es mi oportunidad, gritó mi voz interior. Entré a su oficina. —¡Siéntese! ¿Pues qué sargento? pensé. Aprovechando que el patrón no me veía de cuerpo entero, me quité los zapatos y me tallé los pies uno contra otro. Sentía que los juanetes me iban a reventar. De pronto el hombre comenzó a estornudar. Me metí los zapatos nuevamente, en eso vi que mis várices estaban más negras e hinchadas que nunca. El patrón comenzó: —Señorita Nohemí, me han dicho sus compañeras que anda alborotando al personal, ¿quién se cree usted? ¿No ha leído su contrato? Le voy a pedir que se deje de bullas, de otra manera, tendré que despedirla. Salí cabizbaja derechito a llorar en los brazos de mi madre.
Al otro día, como las criadas, sin avisarle a la amiga que me recomendó, ya no
regresé a la dulcería. No era la primera vez que abandonaba un empleo así nomás. Nunca me ha gustado la forma prepotente y soberbia con que la mayoría de los jefes tratan a sus subordinados. Los dueños de las empresas creen que porque una es pobre e ignorante, tiene que soportar sus malos modos. Jamás he visto a un patrón que sea bueno y considerado. ¡Los detesto a todos! Mis deseos de trabajar en una empresa se fueron a la basura.

Después de súplicas y ruegos, la mujer de mi hermano, aceptó que entre las dos abriéramos una lonchería en Tlalnepantla, donde vivían. Nos iríamos a partes iguales. Ella
pondría el dinero y yo la mano de obra. Utilizamos la cochera de su casa y, aunque me costó mucho dejar a mamá y a mi cría de conejos que tenía en la azotea, me aventé. Jamás pensé que un día abandonaría todo.
Total que abrimos una cocina económica con entregas a domicilio. No había estado tan mala mi idea, porque la mayoría de las vecinas trabajaba en oficinas o en escuelas; así, después de recoger a sus chamacos, pasaban por la comida o se las enviábamos a sus casas. ¡Cómo me hubiera gustado abrir una cocina aquí en Puebla! Pero como siempre, mi mamá se habría opuesto, ella siempre deshecha mis ideas. 
 Lo que más ingresos nos daba nuestro negocio, eran las construcciones que había cerca de la casa de mi hermano. No había albañil que no pasara por su torta. El negocio marchaba de maravilla. Me sentía dichosa.
Era tanto el trabajo que contratamos una empleada para que nos ayudara con los repartos, no nos dábamos abasto. Pero como dice mamá, nunca falta un prietito en el arroz. Montserrat, nuestra ayudante, comenzó a llegar tarde y para colmo desaseada, con legañas y mal peinada. Ya no era la chica limpia y puntual que habíamos contratado. Tuve que llamarle la atención. Le dije que si no le daba tiempo de bañarse, por lo menos se lavara la cara. Aparentemente se corrigió; comenzó a llegar más limpia y temprano. Pero luego, notamos que al terminar nuestra faena, las cuentas no nos cuadraban.

Un día, mi cuñada se enfureció tanto con Montserrat, que a gritos y manotazos la despidió. Apoyé a mi cuñada y le metí una bofetada. He dicho que estoy en contra del maltrato laboral; pero esa vez, yo era la patrona. La chamaca se enfureció tanto que con la cara desfigurada nos amenazó con ir a Conciliación y Arbitraje y así fue.
Al día siguiente nos llegó el citatorio. Montserrat nos demandó por haberla corrido injustificadamente. Asesorada por su novio, un estudiante de derecho, nos ganó la batalla. Perdí todo: dinero, clientes, mobiliario y a mi cuñada. Me regresé a Puebla con la cola entre las piernas a pedirle perdón a mi mamita por haberla dejado sola.  Por eso y mucho más, prefiero estar bajo el cobijo de mi madre, que de alguna manera, siempre me necesita. Ella es tan sociable y caritativa que nunca faltan tíos, sobrinos, paisanos y hasta gente de la congregación que se asilan en la casa. ¡Ah!, porque en la congregación nos han enseñado que siempre debemos tratar bien al prójimo. Con qué sacrificio juntamos un dinero para hospedarlos. Seguramente mi madrecita se irá a la gloria cuando Dios la llame a rendir cuentas.
¡Juro que no vuelvo a abandonarla! No importa que me tenga que sobar el lomo, jamás la desampararé. Ella dice que para eso tuvo una hija: para darme con lo que encuentre, y para que obedezca, como fiel oveja del Divino Verbo.
Mi madre tiene un dicho que nunca olvido: "Para comer pan grande, hay que trabajar" A su lado, nunca me ha faltado nada. ¿Qué más puedo pedir? ¿Qué tengo que andar haciendo en la calle entre jefes desalmados? Al lado de mamá, ya sean frijoles, tortillas o una salcita no faltan para llenarnos el estómago. En casa sí trabajo, y muy duro. Con tantas visitas, más los que vivimos aquí y mis amados conejos, hay mucho qué hacer.

A veces me canso de estar en casa. Todos los días son iguales: obedecer a mamá o a mis hermanos. Hago mis labores sin chistar. No debería quejarme, tengo unos días malos y otros insoportables. Mi único consuelo es, subir a mi cuarto de azotea, ver a mis conejos y cantarles una que otra canción..., mientras los voy decapitando uno a uno.


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