: | LOS HUESPEDES DEL HOTEL VIENA
Ese atardecer de 1961,
en el Hotel Viena de San Clemente del Tuyú, era como tantos otros, un
cielo limpio en el que se adivinaba el crepúsculo y una intensa briza
marina que levantaba levemente la arena. Recuerdo el aplio comedor, las
grandes mesas y empotrada al fondo una bella y grande chimenea donde
siembre ardían dos gruesos maderos, dándole un agradable calor al
ambiente. Por alguna razón que desconocía, mi padre nos llevaba cada año
a vacacionar al Hotel Viena de San Clemente. Allí mi madre descansaba y
solo leía incansablemente novelas policiales del septimo círculo. A mi
me tocaba cuidar mi pequeña hermana que hacía sus primeras caminatas,
situación que enternecía a los otros huéspedes, ya que era raro ver
niños pequeños en ese lugar. El Hotel Viena, a unas cinco largas cuadras
del mar tenía un propietario, el señor Munster, un hombre tasiturno,
huesudo, alto y con cabello rubio que se estaba volviendo blanco. Su
mujer, una gruesa criolla a la que ! llamaban "Morocha" era su
antítesis, hablaba mucho y acompañaba sus palabras con mil gestos
producidos con las manos. La Morocha conocía a todo el mundo en San
Clemente. Había nacido en un puesto de Campo en Geneneral Lavalle y
deambulado por el servicio doméstico de varios hoteles de la zona, hasta
conocer a Munster, con el que había tenido dos hijos. Otra familia con
niños pequeños era asidua concurrente al Hotel, los Shmeir, el resto de
los húespedes era gente mayor, parejas grandes y hombres o mujeres
solos.
Ese año, había revoloteo en el hotel Viena. Esperaban a un
huésped muy especial. Se nos pidió a los niños que no apareciéramos por
el comedor fuera de la hora del almuerzo y la cena. Que no molestaramos
en los pasillos y si es posible que juguemos dentro de las habitaciones.
El rostro de mi padre denotaba preocupación, sólo mi madre, que siempre
estaba en el mejor de los mundos, seguía leyendo sus novelas
policiales, sin percatase del entorno y los preparativos de recibimiento
de un tal doctor Bayer y su esposa. El día llegó y esa tarde una
pequeña caravana de coches negros y largos se estacionó frente al hotel
Viena. Del mas largo de todos, (eran cuatro), salió un hombre avejentado
de unos setenta años acompañado por una mujer rubia, elegante, de algo
mas que cincuenta años. Dos hombres altos y un chofer, llevaron dos
gruesas maletas a la habitación seis. Pasó un día y los niños volvieron a
correr por el patio del Viena y de pronto mi hermana desapareci! ó .
La busqué desesperadamente por todos lados y cuando iba a avisar a mis
padres ví algo interesante. Inge estaba jugando con el anciano señor
Bayer en el comedor del hotel. El hombre le alcanzaba galletas frutadas y
mi hermana bailaba al son de musica tirolesa que salía de un viejo
tocadiscos arrumbado en el mostrador del comedor. Con sus tres años, mi
hermana, rubia y alegre, personificaba el entusiasmo alemán en
miniatura. El señor Bayer y luego la señora Bayer festejaron largamente
las ocurrencias de mi hermana. Yo me acerqué y el anciano me dió una
galleta y una palmada sobre mi cabeza. Tomé a Inge de la mano, como
protegiéndola inconcientemente y alejándola del mal que emanaba de aquel
hombre, mal que intuía pero que no sabía a que atribuir. Pasaron unos
días y el matrimonio Bayer se fue como vino, en su caravana de autos
negros grandes y misteriosos, rumbo al sur. El hotel volvió a la
normalidad y el señor Munster se volvió un poco más conversad! or y
hasta hizo algunos chistes vieneses en la sobremesa.- |
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