: LOS HUÉSPEDES DEL HOTEL VIENA


Nombre*:PABLO ETCHEVEHERE
Género*:FANTASTICO
Título*:LOS HUÉSPEDES DEL HOTEL VIENA
:LOS HUESPEDES DEL HOTEL VIENA

Ese atardecer de 1961, en el Hotel Viena de San Clemente del Tuyú, era como tantos otros, un cielo limpio en el que se adivinaba el crepúsculo y una intensa briza marina que levantaba levemente la arena. Recuerdo el aplio comedor, las grandes mesas y empotrada al fondo una bella y grande chimenea donde siembre ardían dos gruesos maderos, dándole un agradable calor al ambiente. Por alguna razón que desconocía, mi padre nos llevaba cada año a vacacionar al Hotel Viena de San Clemente. Allí mi madre descansaba y solo leía incansablemente novelas policiales del septimo círculo. A mi me tocaba cuidar mi pequeña hermana que hacía sus primeras caminatas, situación que enternecía a los otros huéspedes, ya que era raro ver niños pequeños en ese lugar. El Hotel Viena, a unas cinco largas cuadras del mar tenía un propietario, el señor Munster, un hombre tasiturno, huesudo, alto y con cabello rubio que se estaba volviendo blanco. Su mujer, una gruesa criolla a la que ! llamaban "Morocha" era su antítesis, hablaba mucho y acompañaba sus palabras con mil gestos producidos con las manos. La Morocha conocía a todo el mundo en San Clemente. Había nacido en un puesto de Campo en Geneneral Lavalle y deambulado por el servicio doméstico de varios hoteles de la zona, hasta conocer a Munster, con el que había tenido dos hijos. Otra familia con niños pequeños era asidua concurrente al Hotel, los Shmeir, el resto de los húespedes era gente mayor, parejas grandes y hombres o mujeres solos.


Ese año, había revoloteo en el hotel Viena. Esperaban a un huésped muy especial. Se nos pidió a los niños que no apareciéramos por el comedor fuera de la hora del almuerzo y la cena. Que no molestaramos en los pasillos y si es posible que juguemos dentro de las habitaciones. El rostro de mi padre denotaba preocupación, sólo mi madre, que siempre estaba en el mejor de los mundos, seguía leyendo sus novelas policiales, sin percatase del entorno y los preparativos de recibimiento de un tal doctor Bayer y su esposa. El día llegó y esa tarde una pequeña caravana de coches negros y largos se estacionó frente al hotel Viena. Del mas largo de todos, (eran cuatro), salió un hombre avejentado de unos setenta años acompañado por una mujer rubia, elegante, de algo mas que cincuenta años. Dos hombres altos y un chofer, llevaron dos gruesas maletas a la habitación seis. Pasó un día y los niños volvieron a correr por el patio del Viena y de pronto mi hermana desapareci! ó . La busqué desesperadamente por todos lados y cuando iba a avisar a mis padres ví algo interesante. Inge estaba jugando con el anciano señor Bayer en el comedor del hotel. El hombre le alcanzaba galletas frutadas y mi hermana bailaba al son de musica tirolesa que salía de un viejo tocadiscos arrumbado en el mostrador del comedor. Con sus tres años, mi hermana, rubia y alegre, personificaba el entusiasmo alemán en miniatura. El señor Bayer y luego la señora Bayer festejaron largamente las ocurrencias de mi hermana. Yo me acerqué y el anciano me dió una galleta y una palmada sobre mi cabeza. Tomé a Inge de la mano, como protegiéndola inconcientemente y alejándola del mal que emanaba de aquel hombre, mal que intuía pero que no sabía a que atribuir. Pasaron unos días y el matrimonio Bayer se fue como vino, en su caravana de autos negros grandes y misteriosos, rumbo al sur. El hotel volvió a la normalidad y el señor Munster se volvió un poco más conversad! or y hasta hizo algunos chistes vieneses en la sobremesa.-



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