Cuento: |
Cada 20 de marzo, el pianista se levantaba al amanecer y abría las ventanas de su dormitorio de par en par. La mayor parte de la veces, el frío dibujaba su aliento y se deslizaba casi húmedo por sus pulmones en cada respiración. Pero aquello formaba parte de su ritual de bienvenida a la primavera, y aquel despertar le renovaba las ganas de seguir adelante un año más.
Cada 20 de marzo, el pianista bajaba al salón del antiguo burdel, hoy reconvertido en pensión de almas en pena, o en asilo de artistas en proceso de olvido, y despertaba a sus vecinos con las notas del Blumenlied de Gustav Lange. Cada año algo más lento y cada vez algo más torpe. Pero siempre con la misma pureza con que siempre había tocado.
Y cada 20 de marzo, el pianista se prometía a sí mismo que no dejaría de tocar, que no permitiría que aquel dolor de huesos que le visitaba a menudo se apoderase también de sus dedos. Al menos mientras quisiera seguir visitándole la primavera.
Pero no fue el dolor de huesos, sino esa lombriz traidora que anida entre los recuerdos, quien le apagó un día de repente la luz, y ya nunca más supo colocar sus manos sobre las teclas del piano. Las partituras se deshicieron en su mente, y los dedos encajados una y otra vez en el mismo acorde, olvidaron la melodía y la vida que brotaba de ellos.
Aquel 20 de marzo, el pianista se despertó al amanecer, envuelto en un sudor extraño y una agria sensación de pánico. Abrió de par en par las ventanas, y el viento helado le hizo volver en sí poco a poco. Tenía la sensación de haber perdido algo en mitad de los sueños, pero ya ni siquiera recordaba en qué mes del año vivía, y hacía mucho tiempo que no tenía motivos para recordarlo.
Bajó al salón del antiguo burdel, hoy reconvertido en pensión de almas en pena, y sintió las piernas algo más ligeras. Después, como cada día, se sentó en su mesa preferida, junto a la ventana, y se entretuvo en contemplar a una pequeña mariquita que luchaba por trepar por el escurridizo cristal.
Descubrió con asombro, casi infantil, un cerezo cuajado de flores, y se sorprendió a sí mismo reprendiéndole, por su temeridad. Cualquier madrugada de estas te hielas, ya lo verás.
Aquel 20 de marzo, el pianista observó como Minerva, la camarera con ojos de gata que les servía el desayuno cada mañana, levantaba con cuidado la tapa del piano de cola. Y percibió la sorpresa en su espalda, que era lo único que podía ver de ella desde donde estaba sentado.
Vio con distancia, casi con indiferencia, el pequeño revuelo que se formaba alrededor del piano, los ojos bien abiertos de Estrella, la dueña de la pensión, y llegó a sus oídos algún ¡oh! dibujado en unos labios muy redondos. Pero sobre todo, se dio cuenta de que todo el mundo se volvía para mirarle.
No supo muy bien por qué, pero se levantó de la silla. Y muy despacio, más por vértigo que por dolor o cansancio, se fue acercando hasta el piano, mientras todos le miraban extasiados y le abrían un curioso pasillo desordenado.
Lo que vio no le asombró, tal vez porque había perdido la conexión con lo real y lo fantástico. Pero sí le emocionó. De una manera que nadie pudo ni siquiera imaginar.
Mucho más todavía, hasta las lágrimas, cuando sus dedos acariciaron los verdes brotes de hierba que, desaliñados y muy salvajes, habían crecido a través de las teclas del piano.
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