" EL DESFILADERO"
La tarde se iba filtrando entre los árboles, el cantar de los pájaros era cada vez más débil, solo el rumor del río que se desgarraba entre lamentos por las cañadas y recodos, parecía cobrar más vida mientras el silencio se metía en los matorrales. Maleza, río y cielo, ejercía un influjo de misticidad y temor en aquella montaña apenas cortada por una angosta vereda que le atravesaba las entrañas.
Todo el encanto de la montaña con sus verdes múltiples y la variedad de sus paisajes, la frescura de sus bosques, sus ríos de limpias aguas que reflejaba el azul intenso del cielo de la patria, los peñascos intrincados, por los cuales serpenteaba el angosto camino que se perdía en el valle, desaparecían al cubrirlo el manto de la noche.
El sol aún brillaba cuando salía Santiago el misionero. Había pasado dos meses en la calurosa aldea enseñando a aquellas almas apartadas del mundo, las obras y caridades que su religión profesaba.
Muchos habían abrazado la Fe cristiana, olvidándose de sus ritos y ofrendas paganas.
La luz del Cristianismo había roto las tinieblas de la ignorancia y los sabios consejos de aquél anciano misionero, habían transformado en bondad y amor, el odio y la malicia de aquellos seres desprovistos de instrucción religiosa.
- Ya es demasiado tarde - decían temerosos - para que te vayas mano Santiago, nuay luz del día y la claridá no te va a alcanzar para llegar, y nomás anochezca vas a cruzar el desfiladero del Diablo.
- Porqué no te quedás mano Santiago - decían otros - el malo anda por esos lugares y más de uno que ha cruzado a esas horas el desfiladero no no lo hemos güelto a mirar.
- No se preocupen por mí hermanos míos, ¿o no les he enseñado que a los que Dios ama todo les ayuda a bien?
- El me ha guiado por peores caminos, de éste tampoco me desamparará. Dios quede con ustedes.
La aldea vio alejarse al misionero al trote de su mula, hasta que la montaña se lo tragó y desapareció de la vista de los aldeanos que con ojos de temor se alejaron con tristeza a sus chozas.
Sabían los peligros que encerraba cruzar la montaña esas horas. Ni los más valientes osaban salir a tales horas y siempre lo hacían de madrugada para retornar antes del anochecer.
Las penumbras devoraban con rapidez los claros del día, y la noche acercaba sus garras negras sobre el angosto camino.
Una algarabía de pájaros, monos, y otros animales salvajes empujaban con sus gritos los últimos rayos de luz.
El paso presuroso de la mula había casi sacado de la montaña al anciano misionero. Un par de recodos mas, una subidita y otra bajadita y ¡ya!.
Pero antes de descender al valle tendría que cruzar el pequeño pero peligroso desfiladero. Cuántas historias macabras se contaban de ese paso, cuántos crímenes sin aclarar y cuántos desaparecidos.
Al llegar a un claro divisó el desfiladero. Con la luz del día el paisaje era impresionante y bello, pues al fondo del abismo se podía ver el río serpenteando como un potro embravecido dando saltos entre las rocas.
Pero a esa hora, no podía sino compararse con la boca de un lobo hambriento, babeante y furioso que rugía en el fondo.
El misionero inclinó la frente en señal de oración, suspiró y continuó su camino, directo al desfiladero.
De pronto, le llegó un sonido primero lejano, luego más perceptible. Si, no había duda, era el llanto de un niño.
Desmontó. Caminó despacio, orientándose, vio unos arbustos y se dirigió a ellos. Apartó las ramas y con sorpresa descubrió a un infante llorando de frío y de hambre.
- ¡En el nombre de Dios, criatura! ¿quién te ha abandonado? ¿Qué madre desnaturalizada te ha dejado aquí desamparado?
Apartó totalmente las ramas y con cuidado alzó en sus brazos a la criatura. Se acercó a su montura para buscar una manta y cubrir al niño.
La mula ante la cercanía de su amo, relinchó nerviosa, caracoleando inquieta. ¡Soo!,¡soo! gritaba el misionero y tomándola por las riendas la tranquilizó. Sacó una manta y con ella cubrió al pequeño.
Montó nuevamente y se dirigió con su nuevo acompañante al desfiladero.
Habían descendido casi la mitad del desfiladero, cuando el pequeño se movió inquieto en la manta. La cara plateada de la luna había asomado y el angosto sendero se había iluminado tenuemente.
-¡Aja! conque has despertado - dijo el misionero. El niño le sonríe y deja entrever una hilera de dientes dorados.
- Cómo, ya tienes dientes, ¡y son de oro! se asombró Santiago.
En ese momento la voz infantil cambia por otra gruesa, cavernosa, tétrica:
- También te tengo otra sorpresa - dijo, y sacando las manitas de la manta, se las mostró al misionero. Estas eran como garras filosas que se dirigían a su cuello.
Como si de pronto hubiera recibido una orden celestial, el misionero arrojó con todas sus fuerzas a la criatura.
Primero se oyó un grito desgarrador, para luego dar paso a una carcajada diabólica, que se fue perdiendo en el fondo del abismo, las aves de la noche pasaron revoloteando con sus gritos de tristeza y abandono rasgando con rayos lacerantes la tranquilidad de la noche.
Jinete y montura se estremecieron, con un frío que calaba los huesos.
Inclinado sobre la silla de montar, se dejó escuchar una Plegaria de amor y gratitud...
Más libranos de todo mal ...
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