Cuento: |
Caro y Dania eran amigos desde la infancia, vecinos inseparables en juegos y acontecimientos, desde su primer día de escuela en que ambos batieron el record de llanto sin respirar, el día que aprendieron a montar en bici, sus primeros saltos solos a la piscina, y el mismo campamento de verano si sus notas lo merecían. Y siempre lo merecieron o quedaron castigados sin él en el mismo año.
Pero ambos poseían una imaginación que no podía ser limitada por la tienda de comestibles de Justino hacia un lado de la calle y la fuente de agua hacia el otro, como sus respectivos padres imponían. Y tras las clases particulares, los dos corrían a encontrarse con la misma ilusión que si ese día les tocase el paseo en canoa, el tiro con arco o hacer fuego con dos palitos.
Un día eran intrépidos aventureros que cruzaban arduamente la jungla de setos y cubos del jardín, al otro un indio y un vaquero que se capturaban y mataban una y otra vez sin rencor alguno y al siguiente dos astronautas que saltaban socavones lunares con cajas en la cabeza que impedían que se asfixiaran por la falta de oxígeno. El tema era tan aleatorio como lo era la película que emitían la noche anterior en el pequeño cine de verano.
Y sus juegos siendo inocentes, eran a la vez culpables de roturas de cristales, incompletas siestas de voces quejicas tras unas ventanas, frenazo y susto de los pocos coches que circulaban y de algunas heridas en rodillas y manos que escocían más que dolían. Hasta en eso eran tan parejos que ambos lucían en las palmas de sus manos izquierdas una cicatriz, en forma de equis rodeada por un círculo, por jugar a ganaderos con el atizador candente de la chimenea.
Una película bajo las estrellas les impactó especialmente, "La isla del tesoro". Sentados en sus sillas de madera, tan solo quitaron ojo de la pantalla para mirarse uno a otro con la boca abierta. Ya sabían cuál sería el juego del día siguiente. A los dos les costó dormir aquella noche recreando las aventuras de piratas y capitanes en busca de un tesoro enterrado. Y se les hizo eternos el desayuno y la clase de aritmética, lo primero más tragable que lo segundo. Y por fin les dejaron salir, no sin las diarias indicaciones de sus padres delimitando la zona de juego, levantando más la voz a medida que se alejaban.
Caro ya llevaba a la cintura su espada, era más bien un espadón correspondiente a un caballero de la corte del rey Arturo, pero que con un sombrero vaquero colocado de lado y la inestimable ayuda de su imaginación, le convertían en un pirata perfectamente pertrechado. Mientras Dania, que ya hacía meses que llevaba un pañuelo cubriéndole la cabeza a todas horas, solo necesitó prepararse un parche con una cuerda atada a un trozo de tela y armarse con una regla de madera a modo de espada que le indicaría cuantos centímetros introduce en cada barriga enemiga.
Y así, sobre su banco favorito, navegaron en busca de aventuras y tesoros. Tras varias millas navegadas, bancos abordados y tirados al mar los viejos que lo ocupaban para dar de comer a las palomas, hicieron recuento de los tesoros conseguidos: Tres latas vacías, una rueda de bici, un trozo de pan duro y una caja llena de chapas que bien podían pasar por un cofre lleno de doblones de oro.
-¡Buen botín!-, se decían el uno al otro orgullosos.
Dania, poniendo el pie sobre el cofre dijo: -Ahora debemos enterrar el tesoro, Caro-
Caro asintió con firmeza con la cabeza y añadió: -Necesitaremos una isla desierta, que tenga una palmera, una roca y un esqueleto de animal que nos ayude a hacer un mapa para encontrarlo después-.
-¡Rumbo al norte!-, grito Dania, señalando al este, desafiando a la intransigente veleta del tejado de la botica, que se negaba a reconocer su error. -¡Izar velas!, ¡tensar la mesana!, ¡amarrar juanetes!, ¡largar aparejos!-, gritaba Dania y repetía inmediatamente Caro.
Y aun olvidando desanclar el banco, consiguieron llegar a un pequeño terreno calle abajo, fuera de los límites permitidos, lo cual convertía su aventura en arriesgada y valerosa. Cuando se disponían a elegir el sitio perfecto para enterrarlo, les llegaron voces de alta mar: -¡Carooo!-... -¡Daniaaa!-..., gritaban sus padres.
-¡Corre, ve tú!-, le ordenó Dania a Caro con voz de pirata valiente -Yo enterraré nuestro tesoro y te alcanzaré-. Y Caro corrió sin mirar atrás, pensando solo en las consecuencias de haber sobrepasado los límites –Acabaré siendo carnaza para los tiburones- pensó.
Pero su castigo fue menos severo de lo que esperaba, una semana sin salir a la calle y más horas de clases. –Finalmente, galeras-, asumió Caro. Se asomaba cada mañana a la ventana que daba a la calle, y agarrándose a las rejas como si fueran barrotes del calabozo más inexpugnable, veía a Dania esperarle con su parche, pañuelo y regla. Caro negaba con la cabeza, y ella cogía dirección a casa quitándose el parche y arrastrando la regla como caballero derrotado.
Pero a la cuarta mañana Caro ya no vio a Dania esperarle, ni a la quinta, ni a la sexta… En casa había revuelo esos días, reuniones en la cocina, caras largas, murmullos que se callaban cuando él entraba. En la puerta de la casa de Dania siempre había gente, igualmente murmurando e igualmente callaba ante la presencia de Caro. Y a la semana ya no había nadie, ni fuera en la puerta ni dentro de la casa. Por las ventanas se podían ver los muebles tapados por sábanas y fuera seguía atada la bicicleta de Dania, y en su cesta se encontraba su parche y la afilada regla que tantos enemigos atravesó.
Volvió a casa corriendo, -¡Mama!, ¡mama!, ¡en casa de Dania no hay nadie!, ¿Dónde están?-
gritaba nervioso. Su madre dejo de cortar verduras, se limpió las manos con el mandil y se sentó en la silla. -¡Ven caro!, siéntate-. La solemnidad y calma de su madre no parecían indicar una respuesta que ayudara a encontrar a su amiga. Se sentó en la silla junto a su madre y prestó atención. –Veras Caro, Dania se puso muy malita y aquí no hay médicos que puedan ayudarla, así que sus papas se han ido con ella a un hospital muy bueno y lejano donde la cuidaran y curaran-, le contó su madre con voz suave y una sonrisa que solo lo era porque las comisuras de sus labios se esforzaban en alzarse. Caro no pregunto más, era cuestión de tiempo que ese hospital, tan bueno que estaba lejos, curara a su amiga y volvieran a jugar juntos.
Caro salía cada día a la calle, esperaba, se asomaba a la ventana confiando que hubieran vuelto. Una mañana se acordó del tesoro, corrió al terreno donde lo llevaron y busco donde recordaba que se pararon. Escarbó un poco y nada, probó algo más al lado con la misma suerte, y luego en tres sitios más. Se fue a casa e intento encontrarlo todos los días siguientes, pero nada. Pasaron semanas, meses, un año, y Caro no dejó un día de buscar, -Quizás algo más profundo- se decía a si mismo escarbando de nuevo en el mismo sitio que ya intentó antes.
Una tarde, desde su ventana, Caro pudo ver como subían la calle un par de coches que se pararon frente la casa de Dania, del primero bajaron una pareja mayor, ¡Eran los padres de Dania!, sin duda. Ella muy desmejorada y ambos el pelo muy blanco, pero eran ellos. Del otro auto bajo otra pareja más joven, pero ni vista de Dania. Al rato llaman a la puerta, Caro sale de su cuarto y desde lo alto de la escalera ve como su madre abraza a la madre de Dania, se despide de ella y cierra la puerta.
Caro corre a su habitación y se tumba en la cama, a pesar de que nadie le dice nada, sabe que algo no va bien. Enseguida entra su madre, se sienta en la cama y poniéndole la mano en la espalda le acaricia: -¡Caro cariño!, debes saber algo, Dania no pudo curarse y no volveremos a verla, Ahora descansa y no sufre, y seguro que se acuerda de ti por siempre-, las últimas palabras de mama eran temblorosas, le acaricia el pelo a Caro apartando la cara para que no la vea llorar y se levanta, camina hacía la puerta, se detiene, -¡Ah!, Dania quiso que te dieran esto que dibujó estando en el hospital- , y sobre la almohada, a la vista de caro, deja una hoja enrollada atada en su mitad por una cinta de pelo de las que Caro, hace ya mucho, recordaba que Dania usaba para cogerse las coletas.
Caro se incorpora, quita el lazo y desenrolla el papel, -MAPA DEL TESORO-, se leía en grande en la parte superior. Y debajo, pintado a lápiz, se podían ver rayas discontinuas que indicaban la dirección a seguir de un punto a otro y los pasos necesarios. –Veinte pasos desde la piedra grande, quince a la izquierda, ocho hacia arriba, rodear un arbusto, bajar 12 pasos hacia…- dejó de susurrar lo que atentamente veía, porque este mapa de tesoro no estaba completo, no tenía la cruz que indicaba donde estaba el tesoro. El último trazo discontinuo se dirigía diagonalmente hacia abajo y acababa en la esquina inferior izquierda del papel.
Después de cenar, Caro fue a su cuarto a dormir sin rechistar ante la sorpresa de sus padres. Caro estaba impaciente por descifrar el mapa de Dania. No lo entendía, -Un mapa del tesoro sin cruz marcándolo, no tiene sentido-. Le daba vueltas al mapa, lo miraba por detrás, a contraluz de la vela, guiñando un ojo… -O no lo acabó o falta otra hoja- concluyo rindiéndose.
Entonces, dejo de prestar atención al papel, estaba recordando cada momento que pasó con ella, la infinidad de juegos que compartieron juntos, las largas esperas a que tomara sus medicamentos para poder seguir soñando ser desde soldados de caballería a escoba hasta alpinistas en la cima de la montaña de leña del patio. Sonreía rememorando sus trastadas, las carreras huyendo del dueño del manzano o como compartían la gran piruleta que su amigo el quiosquero les regalaba cada domingo.
Y entonces, cuando menos atención le puso al mapa, es cuando descubrió donde estaba el tesoro, se fijó que, teniendo cogido el papel con la mano izquierda, el trazo a seguir que acababa en la esquina inferior, si llevaba a una cruz indicando el lugar del tesoro, ¡La de la palma de su mano!, la cicatriz que ambos tenían y que sin duda marcaba donde estaba tanto el tesoro de Caro como el de Dania, en la amistad del uno con el otro.
FIN
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