En Francia era tiempo de cosecha. Los cuervos habían iniciado sus vuelos de rutina. Las semillas atestaban los graneros, ya no era necesarios los espanta pájaros, pocas veces servían para alejar las hordas que sobrevolaban los campos de cosecha.
La lluvia se llevaría los malos momentos para Ross. El trabajo, el de toda una vida se resumía en vender los granos.
Francisco su marido que padecía de constantes pesadillas, solía levantarse por las noches y regresar con las primeras horas del alba.
Su cuerpo empapado en sudores fríos, pegoteado con los restos de la grava de la campiña era, depositado en la cama, que Ross sacudía de las sábanas y limpiaba con esmero al día siguiente.
Ross, decidida a saber de los paseos nocturnos de su marido, despertó aquella noche. Miró el reflejo de las manecillas del reloj sobre la pared y contó cada "tic" como si fuera esos segundos interminables.
Entró en la pequeña pradera gramínea de intensos verdes oscuros, que siempre deslumbra con ese resplandor del cielo cayendo en velo con sus boreales luces lejanas.
Arrodillado, en el círculo, su marido graznaba.
De algún lugar aparecieron, sigilosos miles de alas oscuras, agitaban sus picos.
Ross intentó mirar, pero sus ojos habían desaparecido.
La comarca de los sin ojos, porque así fue llamada años después de que el gobierno investigara la ceguera repentina de sus habitantes y los cientos de niños que nacieron sin este sentido.
Pasado algunos años. Nadie se quejaba de no tener esa capacidad natural, ya que Francisco los guiaba por el buen camino de la producción.
Un cuervo siempre vigilante observaba del campanario de la vieja iglesia, de vez en cuando advertía a Francisco la presencia de extraños visitantes que al apagarse las luces del poniente perderían sus ojos para siempre.
El cuervo regresaría al campanario y un graznido agudo anunciaba el fin de la jornada.
HERNÁN ALEJANDRO LUNA FRINGES 02 de abril de 2012.
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