Aquellos días de los que ahora hablo fueron marcados por una gran escasez. La ciudad se había vuelto hostil para la mayoría de los habitantes y muchos nos sentíamos rehenes de nuestras propias calles.
Éramos víctimas de la corrupción, de las leyes de abastecimiento que se incumplían por doquier y los acaparamientos ilegales de insumos básicos. De un bando a otro, los dirigentes políticos se gritaban insultos y resquebrajaban el gobierno. Facciones que se hacían llamar revolucionarias se reunían en las universidades, colegios y centros culturales y proclamaban leyendas contra el gobierno, el país, el sistema capitalista y las grandes corporaciones mediáticas. Es decir que protestaban contra todo, sin distinguir nada.
En medio de este barullo social, mi padre y yo vivíamos el día a día. En una habitación de pensión alquilada en la calle Junín, dividíamos escasos metros cuadrados para conformar una habitación, un living y un estudio; todo en un mismo ambiente. La cocina la compartíamos con los demás inquilinos, que poco habían aprendido del orden y la higiene. El baño, suerte de pocos, era solo para nosotros dos.
Yo trabajaba de mucama por horas en las casas de gente que podía permitirse la ostentación y mi padre era sereno en un edificio seis noches por semana. Juntábamos los ahorros en una lata de galletas y, gracias a un viejo aparato regalado, disfrutábamos el dudoso esparcimiento que aportaba la televisión de aire. Nuestras cenas más recurrentes consistían en una sopa de fideos, sumamente aguada. De vez en cuando, podíamos poner en ella algunas verduras.
La rutina en que estaban sumidos nuestros días a veces podía ser letal; entonces buscábamos nuestros abrigos y salíamos a pelearle al frío. Recuerdo aquellos como los inviernos más fríos, más duros y más pesados.
Mi padre usaba un sobretodo negro con los codos un poco gastados. En una tienda de segunda mano, yo había encontrado al amor de mi vida en un sacón rojo que me llegaba casi hasta la rodilla. Cada uno se enredaba en su bufanda y nos arreglábamos lo mejor que podíamos con un par de sonrisas despreocupadas. En nuestros infinitos paseos, mi padre y yo mirábamos siempre casas.
Teníamos predilección por las casas antiguas. La ciudad estaba llena de ellas, algunas muy bien mantenidas si sabías buscarlas. Fantaseábamos con las vidas de los desconocidos que las habitaban. Nos imaginábamos los lugares recónditos: armarios repletos de trastos viejos, buhardillas con alguna ventana rota que dejaba entrar el viento, alacenas de madera pintadas de verde, pequeños jardines internos de plantas primorosamente cuidadas.
Mi padre pasaba todas las noches en vela en un cubículo pequeño, sentado en una silla bastante incómoda para la que habíamos cosido un colorido almohadón. A través de las pantallas de tres pequeños televisores, monitoreaba el movimiento de los pasillos principales del laboratorio de una droguería del gobierno. El mejor aspecto de este trabajo era que, si alguno se enfermaba, mi padre podía conseguirnos medicamentos gratis. Sin embargo esa sola ventaja, el sueldo era escaso, como todo lo demás en nuestras vidas.
Una señora vecina de la pensión me había hecho el contacto para entrar a trabajar en una casa de familia apenas hube terminado de estudiar. Ella tenía años de experiencia en el tema y me había adoctrinado con toda su sabiduría la semana anterior a empezar mi primer empleo. La regla principal que me había enseñado era la de ser invisible. Me insistió: «Vos no estás. No existís. No podés siquiera dejar oír un pequeño ruido». La miré y asentí, deseando poder ser invisible para poder conservar el trabajo que aún no me habían asegurado.
Congreso, donde vivíamos, era también el barrio donde mi padre pasó su niñez. Sus calles ya se nos hacían conocidas a nuestros pasos. Mi parte favorita era, sin duda, caminar por la Avenida Callao hasta llegar a la plaza. Me quedaba mirando ya desde lejos sus faroles; con ese aire a Europa (el diseñador era italiano, leí una vez) y a cuento de hadas.
Las rampas del Congreso de la Nación hubieron sido una vez, según explicaba mi padre, montañas que los niños del barrio trepaban trabajosamente las tardes de aventuras. En la inmensidad del parque delante del edificio nacional, había habido batallas, partidos de fútbol, carreras de carritos tirados por hábiles pilotos de escaso metro de altura, altos acantilados encantados salidos de escenarios de Tolkien. Este era, sin duda, el mejor lugar de la ciudad para soñar.
Con mi padre éramos dos invisibles la mayor parte del tiempo. Él estaba siempre a escondidas, en un cubículo aséptico y sin ventanas. Yo me movía por habitaciones ajenas, quitando el polvo que diferencia al mundo. Incluso paseando por la ciudad éramos dos invisibles. Como si estuviéramos hechos para ser material de ensueño y no de realidad.
Cada vez que volvíamos de nuestros paseos, dejando detrás de nosotros bellas casas, viejos edificios perfectos y plazas magníficas, lo hacíamos con cierta congoja. Mi padre, que me conocía mejor que nadie y leía mis expresiones aun cuando yo intentaba esconderlas, me proponía entonces pasar a buscar algún libro.
Cerca de la pensión donde vivíamos había una oscura tienda de segunda mano. En realidad, era una obra de caridad dirigida por la comunidad judía del barrio. Vendían desde muebles hasta ropa, pasando por juguetes, vajilla y, finalmente, libros. Los precios eran sumamente accesibles, por lo que todos en el barrio, cuando soñábamos con darnos algún capricho, visitábamos la tienda.
Nuestro único derroche en medio de tanta escasez eran esos libros que traíamos de la tienda de caridad.
«Algún día entrarán y nos encontrarán muertos de hambre», decía mi padre, y sentenciaba: «pero habremos muerto con el espíritu bien alimentado».
En un mundo donde todo faltaba, tener el espíritu bien alimentado era nuestro único bien.
No estoy segura de cómo fue que empezó a caer todo. Recuerdo el día más frio del invierno y la nieve inesperada que cubrió la ciudad de blanco; sucede que en la Capital nunca nieva. Mirábamos la televisión desde la cama, cada uno envuelto en mantas hasta la cabeza, porque el dueño de la pensión no permitía conectar estufas eléctricas. Los periodistas de los diferentes canales mostraban a la vez las dos caras opuestas de los blancos copos que nos llegaban desde el cielo: niños dando vida a muñecos de nieve en los parques públicos y gente muriendo de frío a la intemperie.
Esa noche no pudimos siquiera tomar una sopa, porque el frío era tan atroz que se colaba por entre la ropa y no tuvimos el coraje de salir de la habitación para buscar la cocina, empotrada en un pasillo descubierto.
Ese fue nuestro último invierno en la ciudad. Al menos en la ciudad que conocés ahora: esas calles que transitás, ese subte que te lleva a trabajar, esos monumentos que cuentan la historia del país.
La verdad es que nunca nos encontraron. Éramos invisibles y, a la vez, no nos faltaba nada para ser expresamente vívidos. Estábamos hechos de historias y en eso nos convertimos de un día para otro.
En algún momento, alguien notó que las noches del laboratorio no tenían quien las vigilara. En otro momento, otro alguien vio demasiado polvo acumulado en un aparador. Solo así supieron que nos fuimos.
Pero cuando dejamos la ciudad no nos alejamos demasiado. Nos fundimos y escondimos en cada recoveco de los que antes solo fuimos testigos ocasionales.
No. Este no es el final de nuestra historia; este es apenas el principio.
El libro se llama «Barrio de Congreso», comienza con un hombre que trabaja de sereno en un edificio de laboratorio y en las horas diurnas es investigador privado. Su joven hija es mucama de una familia acaudalada y, una mañana, es la única testigo presencial del asesinato del hijo menor de la familia.
La agilidad del intrépido investigador se pondrá a prueba corriendo contrarreloj con el afán de resolver el caso antes de que su hija sea considerada culpable del crimen. Persecuciones en automóviles por la Avenida Corrientes, disparos a medianoche entre los contenedores de Puerto Madero y encuentros con informantes en bares viejos de San Telmo serán algunos de los recursos a los que recurrirá el investigador para lograr, en menos de una semana, resolver un caso que moverá los cimientos de empresarios de la noche citadina, políticos con altos intereses económicos en la distribución ilegal de alcohol y un muerto que no puede hablar en defensa propia.
Así comienza. (Así comenzamos).
«La ciudad es más apacible de madrugada, cuando el hombre envuelto en un gabán negro camina lento por calle Junín de regreso a casa, un antiguo y acogedor departamento del barrio de Congreso…»
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