Cuento*: | No hablaremos demasiado de nuestra protagonista. Bastará con decir que cantó, al igual que nosotros, penas y alegrías. Su nombre, que ignoramos, nos tendrá sin cuidado, porque saber quién fue es mucho menos relevante que saber qué hizo (pues la identidad, si algo es, no se moldea a partir de datos, sino de acciones); y además, y por sobre todo, porque en su obra se ven reflejados, con nitidez, sus sentimientos. Y señores, no hay cosa menos relevante que un dato o un hecho, cuando se tiene la posibilidad de saber lo que una persona sintió. El manuscrito fue encontrado en una región que todavía forma parte del territorio de Irak. Un anónimo lo dio a la imprenta hará cosa de cincuenta, sesenta años, renunciando, con inocencia e ignorancia, a todo rédito, pero no a todo mérito. Debemos su reversión a Anatoli Kutzmytka, un griego obsesivo y vanidoso que bien muerto está. La obra se titula "El mercader de magias", y ya han pasado veinte años sin que fuera puesta en escena. Se supone que data del siglo XIV. Dicen los que nada saben que era representada en plena guerra civil bizantina. Por lo demás, los historiadores, esa gente compleja que se ocupa de estudiar y manipular un conjunto de conocimientos irregulares, incompletos y parcializados de los acontecimientos a los que luego, en vano, pretenden dotar de lógica, armónicamente han dictaminado que su autora fue una mujer. Explicar los motivos detrás de semejante afirmación excede mi propósito y en nada me perturba. Mi intención real es transmitir lo que mi antepasado ideó. La obra de nuestra protagonista tenía como protagonista —y disculpen ustedes el énfasis— a un tal Braulio (fue este el nombre "occidental" que prefirieron los críticos actuales). A este hombre se lo solía representar como una persona madura, con un sobrepeso severo y de semblante hostil. Se cuenta que algunas veces era calvo y otras, que por lo general coincidían con aquellas ocasiones en las que el actor principal se resfriaba, narigón. La cuestión es que Don Braulio había heredado, con catorce años, una vieja botica de barrio donde se comerciaban productos o capacidades únicas (a veces insólitas) que llegaban hasta lo indescriptible. Ya podrá prever usted, que me lee y es perspicaz, la primera gran dificultad: intentar replicar aquellos productos y capacidades "indescriptibles" en la obra, vaticinaban su fracaso. Al argumento, no obstante, lo juzgo digno. Todo transcurría, por supuesto, en una lengua remota que ha caído en el desuso y se ha dado de bruces con el olvido. La trama, si es que importa, giraba en torno a una tienda a la que uno podía acceder luego de dar con la recomendación de tres miembros o asociados de Don Braulio, que eran gente que gastaba días enteros en la búsqueda de clientes para el negocio. Pero si algo nos debe quedar claro, es que el comportamiento de estas personas no era altruista, sino que cada minuto que destinaban a esta empresa respondía a un interés, ya que serviría como medio de pago. Don Braulio, comerciante inescrupuloso, se valía así del tiempo de los pobres infelices que llevaban una vida triste y apagada y que, por lo tanto, no eran capaces de afrontar la compra de ningún producto. El buen espectador notaba esto en forma inmediata, y comenzaba a dudar de las bondades del vendedor, y ya presagiaba que algo raro ocurría. Más adelante, asomados al final de la obra, la novedad se descubría, y uno iba a enterarse que la moneda con la que se traficaba en la botica de este oscuro comerciante oscilaba entre la curiosidad del comprador (aunque no faltan quienes hablan de avaricia, incluso de necedad) y la perversidad del vendedor. La clave era, pues, que dependiendo del tipo de producto que el cliente deseara adquirir —el que oscilaba entre colores nunca vistos, el recuerdo feliz de amores que nunca existieron (o lo que quizás era peor, de amores que sí existieron y que ya sólo servían como moneda de trueque), e incluso elementos tan inefables como fascinantes, cuya descripción serviría de contenido a los manuales de alquimia— debía abonarse un precio que era cuantificado de acuerdo a la magnitud que se le diera al conocimiento o recuerdo al que se renunciaba, el que irrevocablemente pasaba a manos de Don Braulio. Así, durante las cuatro horas que duraba la obra, el espectador veía desfilar a personas que, sin ninguna necesidad de hacerlo, pero completamente escépticos de su felicidad, abdicaban del color verde o del amarillo, del abrazo oportuno de una madre, con el único propósito de hacerse de una memoria o de una percepción que jamás podrían compartir (pues su dominio era exclusivo para el adquirente), y que variaba entre el olor indescriptible de la tienda de campaña de Alejandro o el recuerdo de una tarde inolvidable que jamás existió, pero en la que dos labios se rozaron por primera vez. Sucedía entonces que estos compradores, más bobos que ávidos, experimentaban una plenitud, un éxtasis, que era pasajero y solitario. Y no demoraban en caer, como es lógico, en la peor de las tristezas, porque todos los que nos hemos visto relegados a una soledad, sabemos que a pesar de que en ella siempre existen posibilidades para la felicidad, no existe una felicidad más triste que aquella que se agota en el deseo de ser compartida. La obra, con sus vaivenes, tampoco escatimaba en peripecias. No faltaban clientes carentes de recuerdos importantes o de conocimientos relevantes (y subrayo el término "relevantes", pues no faltaban quienes pretendían trocar bagatelas tales como sus conocimientos generales en psicología o en derecho a cambio del sentir de muerte de un Dante convencido de que volverá al lado de Beatriz). Bueno, cuando lo que el comprador ofrecía era de tamaña desproporción, Don Braulio proponía un trato que al cliente nunca le convenía y que consistía, como ya lo adelantamos, en que éste consumiera algunos días en la búsqueda de nuevos clientes (pues debe decirse que en su negocio, el tiempo de vida también servía como moneda de cambio, y no era raro que algún idiota renunciara por completo a su identidad a cambio de años de vida. En estos casos, en los que el comprador pasaba a ser testigo de la agonía de sus hijos, el suicidio no era infrecuente). No faltaban, tampoco, los impostores; individuos hábiles en el arte de la oratoria, dueños de una elocuencia que el vulgo nos tiene acostumbrados a confundir con inteligencia. Como buenos elocuentes que eran, vivían empapados de una vanidad que les infundía temeridad y los hacía presentarse en la botica pretendiendo ser poseedores de vastas riquezas. Don Braulio había dedicado su vida al oficio, y no demoraba en notar que los recuerdos que estos falsarios le ofrecían eran meros simulacros. Las fallas más comunes en las que incurrían los creadores de recuerdos consistían en el olvido de un nombre, en la ausencia del Sol en un día despejado, o en la falta de frío durante una lluvia otoñal que no hacía tiritar al recordante, o en la apatía frente a un beso apasionado. Otras veces, se ofrecían recuerdos de segunda mano; esto es, recuerdos que eran reales pero que pertenecían a otras personas. Algunos perdían los estribos con facilidad a causa del nerviosismo y confesaban su infamia. Don Braulio no demoraba exponer el ardid, y los falsarios, en merecer el oprobio popular. La réplica era tenaz. Las brujas que trabajaban en el laboratorio de Don Braulio se encargaban de anular la única característica capaz de regalar alguna dicha a los impostores: su elocuencia. Ya sin ella, conocían el terror, que no era un castigo salvaje ni tenía el olor de la sangre, sino que era una cosa gris, apagada y silenciosa. De a poco, muy de a poco, el guión nos acercaba a un desenlace donde la autora se proponía mostrar a un Braulio dueño de una cantidad desmesurada de recuerdos y de magias ajenas, y que poco a poco se iba perdiendo en la locura. Pero sucede que los críticos aún no han decidido si el desequilibrio del comerciante debe entenderse como una consecuencia de la pérdida de su identidad, producida por la confusión que le ocasionaba la posesión de semejante miscelánea de concepciones y memorias, o bien como producido por la lúcida desesperación de saber que había consumido años enteros a enriquecerse a costa de experiencias ajenas, descuidando su propia vida. (Soslayaba así, este tal Braulio, que el universo, al igual que los recuerdos, no es más que una proyección de la inteligencia). Siéntanse libres de sacar sus propias conclusiones. Tal fue la suerte de Don Braulio, y lo que yo quería contarles. En cuanto a la autora de la obra, poco sabemos. Valga mencionar que Kutzmytka pasó por este mundo sin pena ni gloria, mendigando un éxito que no le estaba destinado, y convencido de que para hacerse dueño de un fracaso debía tener, al menos, la cortesía de intentarlo todo, incluso la de robar mi manuscrito. Mientras agonizaba, tuve el valor de ir a visitarlo. "Toda mi vida he buscado la belleza, he vivivo absorto en ella. Mi mundo se rigió siempre por la búsqueda de lo hermoso, de lo perfecto; quizás, de Dios. Mi espíritu siempre respondió a esos estímulos. Pero estoy cansado y me siento solo", me dijo, y me sentí satisfecho. Yo sigo vivo, ignoro qué soy, si es que algo soy, y me aterra pensar que mis lectores corren el mismo albur. |
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