Publica Tu Cuento: LA FOTO DE LA FIEBRE

Nombre*:Carlos Alberto
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Género*:Drama
Título*:LA FOTO DE LA FIEBRE
Cuento*:Hace dos semanas que concluyó la temporada escolar; fue muy extenuante presentar aquellos exámenes; era vital pasar esas materias.
No sé porque se me hace muy pesado el período escolar de verano. Quizá por el asediante calor, quizá porque el período es más largo, porque concluye el ciclo escolar, porque algunos están ávidos de salir de viaje o de paseo a algún lugar regional, quizá porque extraño a aquellos amigos, y porque a otros ya nos los volveré a ver.
Decido finalmente levantarme de la cama. Mi cuerpo tiembla, mi sangre gorgorea, mi corazón está cansado de tristeza, no sé si por la fiebre o simplemente porque me estoy haciendo más viejo. ¿Mas viejo, dije?
Terminado de vestirme me dirijo a la cocina para desayunar.
Tengo ganas de desayunarme un Cornflakes. Nunca falla: nutritivo, sabroso, ligero y fácil de realizar. ¿comercial de TV?
Y hablando de televisión, ¿por qué siempre está la televisión prendida y en el canal de las noticias?
Es inevitable verla, queda exactamente en la dirección donde se sienta uno a la mesa.
Gracias a Dios, porque durante todo el resto del día no recordaré de todo lo que pasan; o bueno, una que otra cosa.
Abro el refrigerador, y sí, eso regularmente pasa. El plato con el cereal faltando sólo servir la leche, y está se acabó. Y no es que se haya acabado, si hay, pero solamente para un tercio de taza.
¿Qué hacer? El sacrificio de comerme el cereal sirviéndome la raquítica cantidad de leche o ir a la tienda a comprarla.
Pero el sólo hecho de recordar esos movimientos patéticos de la cuchara tratando de mover el cereal por todo el plato, revolviendo diez millones ochocientas cincuenta tres mil doscientas un veces las hojuelas de maíz con la leche, tratando de crear una obra de arte, como si fuera un oficial consagrado de la obra civil. Para luego succionar con los labios dos hojuelas húmedas y dos secas. No.
Mejor decido ir a comprar la lactosa. Ahora, haber si está ese billete de veinte pesos que no sé si lo soñé o lo vi encima del esperanzador gabinete de guarda ropa con las cortinas de las ventanas cubriéndole la mitad, que fueron movidas por el aire matinal, y que había derrumbado todos los edificios de perfumes y labiales de mi madre y hermana, dejando la ciudad cosmética destruida. ¿Y por qué buscar ahí? Porque ahí converge todo el desorden económico de la familia… ¡Y Gracias a Dios ahí estaba el billete!
Me dirijo a mi cuarto para recolectar algunos pañuelos faciales reciclados. Finalmente salgo de la casa encontrándome con la espalda encorvada de mi madre que fielmente barre la banqueta por millonésima vez. Después de algunos metros oigo el grito angelical de aquella anciana recordándole a su amado hijo que no hay leche en el refrigerador.
Volteo pacientemente con mis manos oprimiendo un pañuelo facial a mi nariz desatando una descarga desenfrenada de fluido nasal, al mismo tiempo que asiento con mi cabeza señalándole a aquella amorosa ama de casa que me dirijo a ese ansiado destino.
Convaleciente camino por la colonia. Retomo de nuevo en mi corazón lo realizado en la Universidad, que no sé si lo soñé, o lo estaba pensando despierto, y creo que durante toda la noche.
Pues sí, ¿Qué hacer? ¿por qué se me está haciendo tan difícil la carrera? ¿será que me equivoqué de carrera? No puedo dejar de pensar que a lo mejor estoy en esta carrera porque dos de mis hermanos la cursaron y ya no había que comprar los libros. Pero me gustan los libros. Me gusta olerlos, me gustan cómo están diseñados sus portadas, me gustan sus hojas y la tipografía, cada símbolo matemático lo disfruto, navego por sus gráficas geométricas y me gustan las barajitas que le pusieron mis hermanos en las portadas: de Star Wars y las de las mascotas de los equipos de futbol de la liga mexicana. Antes de abrirlos los admiro por varios minutos y hasta he dibujado las barajitas desde la primaria. Entonces porqué se me hace tan difícil.
Me acuerdo de que disfruté mucho cuando mis hermanos me pedían que les dibujara algunas piezas de maquinaria para sus proyectos. Incluso, a uno de ellos le realicé varios dibujos para su tesis. Además, creo que me gustan las matemáticas. Ahora, una cosa es que me gusten y una cosa es que sea bueno. No sé cómo sonó eso. Pero en la preparatoria saqué buenas calificaciones. ¿Qué será entonces?
El graznido de una urraca me asustó. Me doy cuenta de que estoy cruzando el parque. Me detengo en esa área del camino pavimentado. Sí, este camino delimitaba la cerca del campo de beisbol cuyas bases eran esos tres árboles que señalo con el dedo de la mano izquierda de mi corazón. Y creo que aquí donde estoy parado, estaba mi papá admirando aquel jonrón que abría paso a ganar ese juego. Cómo olvidar aquella sonrisa de satisfacción. Incluso él mismo marcaba, como todo un profesional ampáyer, aquella hazaña.
Continúo caminando, ahora bajo por la banqueta donde termina el parque y comienza la manzana de la Iglesia que, para ser sinceros, lo único que me da gozo es recordar ese tramo de calle de 50 metros, que todavía sigue pintada con las líneas de construcción de una canchita de futbol donde se jugaba ese inolvidable torneo de colonias.
Paso tangencialmente por esa calle, y sigo mi camino. La verdad no hay nada más que decir por este tramo del camino ya que no es nada grato lo que recuerdo, solamente a dos hombres o tres para ser exactos. Uno con un tumor muy grande en su mejilla izquierda, otro con un problema de drogadicción que lo llevó a suicidarse, y otro con un problema mental que lo hace deambular por la colonia pidiendo limosna.
Llego al comienzo del otro parque que corresponde al primer sector de la colonia. Es un parque triste, donde nadie ha jugado ahí desde que tengo memoria, donde sus árboles no crecen, donde el césped no termina por reverdecer, y que al poco tiempo se seca. Lo único bueno es esa senda pavimentada en diagonal que lo atraviesa y que acorta el camino a la avenida principal.
Creo que voy a retomar de nuevo ese dilema en mi vida académica, pero ya voy llegando a la tienda de conveniencia. Voy pasando por la clínica, donde hubo un día donde me llevaron de chico enfermo, vomitando continuamente. Me tuvieron que inyectar, y si no más recuerdo fue uno de los momentos que lloré muy amargamente en mi vida.
Siempre cuando llego a esta parte final de la colonia me deprimo demasiado, quizá porque comienza un viaje hacia algo desconocido y muy difícil.
Pero ya no quiero hablar, me siento muy cansado y débil. Gracias a Dios llego a la esquina final donde se encuentra la tienda.
Entro desganado y el clima refrescante de la tienda me comienza, de algún modo, a reavivar. No sé ni a qué vine. Recorro los pasillos viendo los productos. La verdad es que estoy perdido. No sé porque algo me lleva a las vitrinas refrigeradas. Refresco, no. Cerveza, menos. Abro la puerta donde están los jugos, cojo uno sabor mango. Llego a la fila de personas. Veo que ahora le tocó trabajar de cajero al Guilbert. Si ahora estoy desganado, al verlo me pongo más. Y es que no entiendo porque sigue trabajando si su rostro grita que no quiere estar ahí. Todo en su rostro está para abajo: sus cejas para abajo, sus parpados para abajo, su bigote para abajo. Y aparte de todo esto no habla; es más, no recuerdo si alguna vez he oído su voz. A lo mejor y en verdad está mudo. Todo lo señala. Al preguntarle donde está algún producto, articula su cuerpo como gimnasta y bracea como nadador para indicarle al cliente donde está ubicado.
Ya me toca pagar, cuando alguien de la zona de las vitrinas refrigeradas grita: ¿No tienes más leche Alpura?
¡La leche! Digo sorprendido.
Miro al Guilbert realizar una fatídica mueca represiva. Pero no me importó y rápidamente me dirigí a coger la leche. Llego de nuevo a la fila donde hay sólo dos personas.
Es inevitable ver trabajar así al Guilbert, veo en sus ojos todo tipo de solicitudes de trabajo, veo pasar un sinfín de escenas coreográficas reprendiendo a su familia, y también uno que otro problemilla por ahí.
Es mi turno. Siempre me le quedo viendo expectante para saber que nueva mueca inventaría ahora. Pero no, siempre termina extendiendo la mano para recibir el dinero. Finalmente le pago.
Me dirijo a la puerta con la convalecencia como compañera, cuando de pronto desaparece. La fiebre se ha ido. Mi mano derecha reacciona instintivamente metiéndola en el bolsillo de mi pantalón, extrayendo el billete de veinte pesos.
Mi cabeza voltea, y todo esta quieto, como fotografía.
La fiebre ha tomado la foto, mostrando en primer plano al Guilbert paralizado con la mano extendida, y sobre ella el pañuelo facial lleno de mocos.

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