Publica Tu Cuento: El fin nunca nos encuentra. Segunda Parte

Nombre*:Mariana Sosa Zárate
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Género*:Drama
Título*:El fin nunca nos encuentra. Segunda Parte
Cuento*:Francina no podía creer que ese momento tan temido hubiera llegado a concretarse. Su madre, amiga y confidente, había muerto. Tres días habían pasado. Contrariamente a lo pensado, estaba sumida en un estado de alerta. La gente iba y venía en esos días, se sentía cansada, pero distraída y acompañada.
Cuando el funeral pasó, entró sola a esa casa antigua verde esmeralda de la esquina adoquinada que había compartido con su madre durante 30 años. Subió los pocos escalones que separaban la entrada de la casa con el pasillo que comunicaba con cada ambiente, y fue cuando la realidad le pegó, dándole un puñetazo en el estómago que le sacó el poco aire que aún le quedaba. Se dejó caer en el piso del pasillo, intentando respirar profundamente para recobrar la
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compostura y en parte, absorber el perfume de su antigua compañera, que aún flotaba en el aire.
Decidió moverse, para que el dolor no la entumeciera. Comenzó por limpiar la casa, acomodar y depurar las cosas de Verna. Era doloroso, sí, pero sentía que era el principio de encontrarle sentido a su existencia como una unidad separada de su madre. Se sentó en el piso de madera del cuarto de Verna, a revisar la cómoda de madera lustrosa que estaba al lado de la cama, rodeada de cajas, montañas de ropa y las últimas medicinas que Verna había tomado en los desesperados intentos que se hicieron por mantenerla viva. Al sacar un libro que estaba dentro del cajón, cayó de improviso una nota en un papelito verde olivo. La caligrafía claramente era de su mamá, pero de una madre débil y, posiblemente, moribunda. En tinta azul se leía: "Búscame, el fin nunca nos encuentra." Francina acarició la nota de su madre con dedos temblorosos. El papel comenzó a mancharse de gotas de lágrimas cayendo sobre él, desdibujando el mensaje.
Ella no estaba preparada para recibir ese mensaje; se sentía segura en la monotonía de sus días. La seguridad de una rutina, era como un estricto emperador que no le permitía pensar ni sentir, solo actuar de forma mecánica, sin cuestionar.
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Francina no pudo dormir varias noches.
- ¿Qué quieres de mí, mamá? ¡¿Por qué me dejaste ese mensaje, justo ahora que estoy intentando estar mejor?! - Expresaba lastimosamente Francina sentada en la orilla de su cama individual, limpiándose las lágrimas de la cara, mientras los pies desnudos le colgaban de la cama, sin tocar el piso.
Los días iban pasando, y la inercia de estos ayudó para que Francina consiguiera sedar la ansiedad de saber que el mundo de los muertos le hablaba.
Una noche lluviosa, Francina cenaba sentada en el pequeño antecomedor, que se ubicaba en la cocina de la casa. Era una cocina pequeña y acojedora, con una estufa blanca antiquísima, pero que según había visto Verna en alguna ocasión, era ya tan vieja, que se consideraba de colección. El horno de la estufa ya no servía, pero era bonita y sentía cierto cariño y apego hacia ella, por lo cual aún la conservaba.
Mientras le daba un bocado a su cena y aprovechaba para leer un poco, la luz dentro del horno de la antigua estufa se encendió. Francina, dejó a un lado el libro, se acercó a la estufa sorprendida porque estaba segura de que no servía desde hacía años.
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Se agachó frente al pequeño hornillo buscando algún interruptor dónde poder apagar la lucecita mortecina que brillaba al interior. Al abrir la puertecita, un conocido olor entre harina, manteca y sal la hizo detenerse por completo en su avance. Se hincó completamente frente al horno, cerró los ojos y aspiró profundamente el agradable y confortable aroma que aquel artefacto desprendía. No encontraba en la maraña de recuerdos, de dónde provenía la sensación tan placentera y que tanta nostalgia despertaba en ella.
Quién sabe cuánto tiempo estuvo ahí, hincada frente al hornito de luz mortecina, buscando entre recuerdos y añoranzas, pero cuando abrió los ojos, la luz se había apagado, y solo quedaba la esencia de harina, sal y manteca impregnando las paredes de la cocina de azulejos blancos.

Noches más, noches menos, Francina despertó de golpe en la madrugada, con el recuerdo en la punta de la lengua. Su cuerpo ansioso se sentó al borde de la cama, cuando su mente, al fin, le daba nombre al sabor que rondaba sus pensamientos y que ahora abría sus papilas gustativas e impregnaba esta noche su casa. Ese aroma que tantas vueltas le hizo dar a sus recuerdos y añoranzas, eran las tortillas de harina caseras que hacía su abuelita Aines cuando ella era niña.
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Francina se puso de pie y caminó con los pies descalzos. Conforme recorría el pasillo que separaba su habitación de la cocina, pudo sentir como sus pies sudorosos se pegaban a la duela de madera.
Ella sabía, sentía y olía que en esta ocasión la vida y la muerte su cara enfrentarían.
Camino a la cocina vio que la luz de la habitación de Verna estaba tenuemente encendida, se oían murmullos, risas bajas. Francina entró a la habitación con la adrenalina resbalando por sus poros, y ahí la vio; Verna sentada en el sillón azul cobalto, con su pierna izquierda cruzada de forma coqueta, mientras que sus abuelos Camilo y Aines, estaban parados a un lado, tomados cortésmente del brazo.
-"Nena, ¡Al fin!¡Es tan hermoso podernos ver de nuevo! Yo no te he dejado de ver ni estar contigo en estos meses, siempre estoy a tu lado, pero es hermoso verme reflejada en tus ojos, mi niña". – Dijo Verna sonriendo, tan guapa e intensa como en sus mejores años.
Francina no podía hablar, solo sentía como las lágrimas mojaban su cuerpo, incrédula de lo que veía.
-"Solo vine a decirte que ya no sufras tanto, sé que duele no compartir el camino querida mía, pero quiero que sepas
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que no hay final, porque ¿qué es la Muerte, sino Vida? Siempre estaré a tu lado, de una forma intangible, pero sensible… siempre a tu lado mi dulce Francina. Vive, disfruta, prometo encontrarte en el umbral cuando tu momento llegue y nuestra era seguirá, como aquí, como ahora".
Francina se acercó muda de emoción, tomó las manos de su madre, las besó para sellar el pacto y vio como Verna, al igual que sus abuelitos, se desvanecían con una sonrisa de certeza y amor sin fin.
Y así, los días pasaron con el sabor natural de una vida terrenal, pero con la esperanza en el aire de un encuentro en el umbral.
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