Cuento*: | Sixto acudió como de costumbre a su consultorio ubicado en el 215 de la calle Thorndike, en el sur de la ciudad. Los pacientes que habían separado cita a partir de las 5 p.m. nunca llegaron, tampoco la recepcionista. En su lugar, varios hombres ocupaban los muebles ocres del hall. Eran seis en total. Todos llevaban el cabello corto, vestían de azul, portaban gafas oscuras y lucían dudosos bigotes castaños. Todos, apretados por su corpulencia, compartían una gran botella de Coca-Cola y ojeaban sin interés las pocas revistas que ofrecía una mesa de centro. La antesala del consultorio de Sixto estaba adornada con grandes fotos donde bañaba a gente en las lagunas de las Huaringas y posaba con una que otra estrella de la farándula nacional. –Buenas tardes, señor Sixto, lo estábamos esperando, –dijo quien estaba al mando. Queremos hablar con usted de un asunto delicado. –Para qué soy bueno… –Déjeme explicarle la situación. Luego de una larga noche de reflexiones y cálculos, un aterrado Sixto partía a Lima en el primer vuelo del día siguiente. El pánico que sentía no era por la mala fama de los agentes del servicio de inteligencia que lo escoltaban, sino por la velocidad y la altura que tenía que afrontar cada vez que tomaba un avión. Nunca le gustó volar. Luego de dos horas de viaje, para Sixto tocar tierra firme fue lo más parecido a volver a nacer. Y ya a salvo de un imaginario accidente aéreo, tuvo el impulso de abrazar a quien tuviese más cerca, pero el gesto áspero de un agente lo inhibió. En Lima lo esperaba una comitiva compuesta por más personas extrañas y algunos políticos que intentaban en vano pasar desapercibidos bajo gorras y gafas oscuras. El traslado hacia un destino desconocido fue rápido y ordenado. Los agentes de inteligencia y su trato hostil quedaron atrás. Ahora, el casi secuestrado, era conducido por gente muy educaba en camionetas con lunas polarizadas. Todo le parecía excesivo a Sixto, sobre todo para el objetivo que le habían propuesto el día anterior: hacerle una limpia al candidato del oficialismo antes del debate presidencial. "Pero si eso lo puede hacer cualquiera", pensaba Sixto. –Nos han dicho que usted es el mejor, el único que… Sixto solo sonreía e intentaba calmar los nervios, pensando en el excelente pago que le habían prometido y en el generoso adelanto ya recibido. –Ese soy yo. Solo hago lo mejor que puedo. Pero luego regresaba la preocupación en forma de péndulo sensato: ¿y si no funciona y sale mal del debate? ¿Y si no sube ni un punto? ¿Y si averiguan que solo soy un charlatán que ni siquiera cree en estas tonterías? "Yo solo vengo a ofrecer un servicio", piensa Sixto para tranquilizarse. "Además, ¿esta gente cree que su partido se va a reelegir eternamente? Están equivocados, si no han hecho nada y nadie los quiere". El viaje terminó en una acogedora hacienda en Chaclacayo. Allí, un conocido congresista le presentó a los familiares del candidato, en quienes notó una preocupación más grave de la que representaría un simple ritual folclórico. –Vengo a lograr que su candidato sea el próximo presidente, –dijo Sixto con voz de locutor, mientras inflaba el pecho y batía los brazos ceremoniosamente. Los familiares de inmediato se sobrecogieron por algún recuerdo repentino. La madre del candidato soltó unas lágrimas en una forma de plegaria. La hermana tomó la mano de Sixto y se la apretó con sinceridad, susurrándole algo preocupante: –"no nos importa la presidencia, solo queremos que lo cure, que nos lo devuelva sano". Los familiares partieron sin mirar atrás. Sixto quedó en compañía de una mujer de pelo cano encargada de servirlo en lo que fuese. La mujer, ofreciéndole un generoso vaso de limonada, le dijo que pronto vería al candidato. Sixto quería saber si el paciente se encontraba en esa casa. La mujer le respondió que sí, que estaba tras esa puerta, señalando una habitación al final de un amplio patio. –Señora, ¿sabe qué le ha ocurrido exactamente? –¡Cómo!, ¿usted es brujo y no lo sabe? –No, señora. Yo no soy brujo, ¡soy sanador! Un ruido los interrumpió, como el aullido de varios perros. –Creo que ya es hora, dijo la mujer, y se retiró por un pasillo. Regresaron entonces los fornidos hombres de azul y condujeron a Sixto hacia la puerta de la habitación señalada. Un hombre mayor, el hermano del fundador del partido oficialista, lo recibió y lo revisó de pies a cabeza. –Está bien… –le dijo, mirándolo a los ojos. Es todo suyo y recuerde: jamás debe comentar esto con nadie, o le puede pasar algo a usted o a sus cercanos. ¿Entendido? –¡Claro! Soy un hombre de honor. Ni bien Sixto ingresó a la habitación quedó helado ante la visión más espeluznante de toda su vida. El candidato presidencial, el que en unos días debatiría en la TV, el que iba segundo en las encuestas y representaba al gobierno, levitaba con los brazos abiertos, emitiendo un aullido muy tenue como si se tratase de una jauría de perros a cierta distancia. Unas cadenas lo sostenían por los brazos para que no tocase el techo, mientras unas cuerdas lo mantenían en un extraño equilibrio en ángulo de 45 grados sobre una maltrecha cama bajo sus pies. Desde el pasadizo se oían voces de: "haga su trabajo, por favor. Valor, valor". Pero Sixto estaba tan aterrado que solo atinó a acurrucarse en un rincón de la habitación pronunciando para sí nueve o diez Padre Nuestro seguidos. Era la primera vez que rezaba en serio, y la primera vez que quería que Dios existiese de verdad. Pero el balbuceo ronco del poseído no lo dejaba concentrarse, además le habían cerrado la puerta con llave. La voz del candidato no parecía salir de su garganta sino de un pozo muy profundo. ¿Hablaba en latín o en quechua? ¿Desvariaba sin sentido o predecía el futuro al decir que Perú ganaría un mundial de fútbol muy pronto? Sixto solo quería salir, pero no lo dejaban. La voz del poseído se moduló y se expresó en perfecto castellano: –¿Sixto, has oído a los perros aullar en la madrugada en los basurales de Lima, no te recuerda a tu niñez allá en la sierra en épocas de triste sequía? Eram quod es, eris quod sum". Sixto cayó desmayado sobre el piso de parqué. Unos hombres lo retiraron inconsciente tras su fracaso. Y de algún modo lo devolvieron a su tierra, a su provincia, a su consultorio de supuesto sanador homeopático… a su farsa cotidiana. Todo como en un sueño o una pesadilla. Un par de años después, en la fiesta de su pueblo natal, Sixto, quien ya había abandonado toda actividad sanadora, encontró por casualidad a la señora de pelo cano que lo atendió en la hacienda de Chaclacayo. Obviamente lo primero que le preguntó fue cómo y quién logró exorcizar al candidato que ahora era presidente del país. La serena y escalofriante respuesta de la señora fue: "no, nadie pudo". |
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